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La historia del cuarteto de hermanos más longevo de Medellín

Teresa, la mayor, cumplió 104 años en agosto, las mellizas Concha y Chila tienen 97 y Roberto, el menor de los hermanos, va por 95.

  • Roberto vive con su hija en El Retiro, aunque baja con frecuencia a Medellín, donde sus hermanas. Lucila (izq. abajo) habita con su hija María Patricia, y su melliza Concepción (der.) comparte con dos hijas y con Teresita, la de 104 años (centro). FOTO: CAMILO SUÁREZ
    Roberto vive con su hija en El Retiro, aunque baja con frecuencia a Medellín, donde sus hermanas. Lucila (izq. abajo) habita con su hija María Patricia, y su melliza Concepción (der.) comparte con dos hijas y con Teresita, la de 104 años (centro). FOTO: CAMILO SUÁREZ
  • De las 9 mujeres de la familia, tres siguieron la vida religiosa, como monjas de la comunidad de dominicas terciarias: Soledad, Pastora y Sofía. FOTO: CAMILO SUÁREZ
    De las 9 mujeres de la familia, tres siguieron la vida religiosa, como monjas de la comunidad de dominicas terciarias: Soledad, Pastora y Sofía. FOTO: CAMILO SUÁREZ
  • Desde siempre la familia ha sido muy unida, como lo constata esta foto donde aprecian una reunión, en 1960. FOTO: CAMILO SUÁREZ
    Desde siempre la familia ha sido muy unida, como lo constata esta foto donde aprecian una reunión, en 1960. FOTO: CAMILO SUÁREZ
  • Los paseos y pequeños rituales cotidianos son una de las claves que las sobrinas mantiene para dinamizar la vida social de sus “mayores”. FOTO: CAMILO SUÁREZ
    Los paseos y pequeños rituales cotidianos son una de las claves que las sobrinas mantiene para dinamizar la vida social de sus “mayores”. FOTO: CAMILO SUÁREZ
15 de abril de 2023
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Conocer a una persona centenaria es una fortuna excepcional que reconcilia con la vida, pero tener a cuatro sentadas en un mismo lugar, que además hacen parte de una misma familia, puede convertirse en la envidia de cualquiera al que medianamente le interese conocer las claves para tener una vida larga y saludable.

Este día los Velásquez Gómez están reunidos en la sala de un apartamento en el barrio Laureles de Medellín, donde suelen encontrarse cada semana a enredar relatos entre cualquier juego de dominó o cartas. Con su blusa blanca estampada de flores y unos discretos aretes de perlas, Tere es la más menuda y aun así concentra todas las miradas, tal vez porque el resto le rinde una reverencia especial por ser la mayor, con sus 104 años, y porque consagró su soltería a mimar a los hermanos menores y a varias “cosechas” de sobrinos.

A lado y lado, en el sofá mullido, la escoltan Lucila y Concepción —o como ellas mismas se tratan, Chila y Concha— dos mellizas de 97 años, ambas elegantes, también con perlas en cuello y orejas, que a estas alturas del paseo se diferencian bien en el físico y el carácter: la una, de cabello coloreado en un tono cobrizo, se introduce en la conversación cuando ve oportunidad, mientras que la otra, canosa sin disimulo, permanece en un silencio monacal, con un aire algo taciturno, y solo interviene de cuando en vez con chispazos de humor que le salen naturales como el blanco de su cabello.

En frente, en otra silla, siempre alerta con su aspecto deportivo –tenis grises, sudadera azul oscura, camiseta gris y chaqueta café— está Roberto, el menorcito de todos, el que apenas cuenta con 95 años, un hombre prudente, dueño todavía de cada acción y cada palabra que pronuncia. Vino al encuentro desde El Retiro, donde reside con su hija Martha Luz.

De las 9 mujeres de la familia, tres siguieron la vida religiosa, como monjas de la comunidad de dominicas terciarias: Soledad, Pastora y Sofía. FOTO: CAMILO SUÁREZ
De las 9 mujeres de la familia, tres siguieron la vida religiosa, como monjas de la comunidad de dominicas terciarias: Soledad, Pastora y Sofía. FOTO: CAMILO SUÁREZ

A cualquiera de ellos se le podría calcular hasta 20 años menos de la edad que dice su cédula, un cuarteto digno de atención para quienes enarbolan la teoría de las Zonas Azules, esos sitios de la Tierra donde viven más personas centenarias de lo habitual. Si todos vivieran juntos, guardadas las proporciones, el clan de los Velásquez sería una de esas Zonas Azules, al estilo de las islas de Cerdeña (Italia), Icaria (Grecia) y Okinawa (Japón), lo mismo que Loma Linda (California-EE. UU.) y la península de Nicoya (Costa Rica).

Pero como ni los Ocho de Colombia fueron 8 ni los Tres Mosqueteros respetaron la aritmética (eran 4), los que conformarían el cuarteto de hermanos más longevo de Medellín, no son cuatro sino cinco, solo que el otro, Eduardo, que pronto cumplirá 96, reside en Montería y por eso no acudió a la cita.

Tere y Concha habitan en este mismo sitio, acompañadas por Liliana y María Eugenia —hijas de la segunda— que consagran su existencia a cuidarlas. Aunque acá eso de cuidarlas puede ser solo una expresión retórica porque las dos son bastante autónomas considerando los calendarios gastados.

A Tere las sobrinas la tratan como si fuera una estructura endeble construida de granos de arena y estuviera amenazada por la posibilidad de que una ventisca llegue y la desintegre. No hay que preguntarles sino observarlas para entender que la consideran como la joya más valiosa que tienen, el baluarte de su estirpe longeva. Por eso no escatiman en atenciones y precauciones con ella.

Pero lo cierto es que sus 45 kilos de humanidad han demostrado ser tan duros como una efigie de cemento macizo. No solo lleva más de un siglo habitando esta dimensión, sino que goza de una salud a toda prueba que demuestra cada que va a revisiones médicas y los exámenes salen sin tacha, a no ser por las fallas de audición.

No tiene que tomar ninguna medicina y en vez de eso, aunque suene cómico, es la encargada de llevarle las pastillas que toma a diario Concha, la que es siete años menor que ella.

Para el que aún mantenga alguna duda de esa fortaleza física puede servir una anécdota: en las primeras crestas ascendentes de la pandemia, cuando la humanidad ya lamentaba la pérdida de miles de vidas y las vacunas contra la covid-19 eran apenas un anhelo sin sustancia, la peste la visitó y ella ni se dio por enterada.

Desde siempre la familia ha sido muy unida, como lo constata esta foto donde aprecian una reunión, en 1960. FOTO: CAMILO SUÁREZ
Desde siempre la familia ha sido muy unida, como lo constata esta foto donde aprecian una reunión, en 1960. FOTO: CAMILO SUÁREZ

Liliana relata que solo cayeron en cuenta de que el gran monstruo de principios de siglo XXI había tocado a la puerta de Tere porque las demás habitantes de la casa sintieron el dolor quiebrahuesos y ese decaimiento sin parangón que caracterizan a la enfermedad, y todo después de un paseo a una finca con la familia del tío Roberto cuando estaban hastiados del encierro. “Entonces, una amiga me dijo: Hágase la prueba, y si usted lo tiene (el covid), ella lo tiene”. El resultado fue positivo para las cuatro habitantes de la casa.

Los videos del cumpleaños 104 de Tere, que celebraron el 22 de agosto pasado en un salón social de Laureles, la muestran bailando un pasodoble con Roberto. Ninguno de los dos dio siquiera un traspié. El aplauso de los sobrinos al final fue estridente por la vitalidad y el buen ritmo. Dicen las malas lenguas que el motor del entusiasmo de ella fue un sabajón.

De Valparaíso con amor

Los Velásquez Gómez son una familia originaria de Valparaíso (Suroeste antioqueño), nacidos de la unión de Enriqueta Gómez y Crispiniano Velásquez. Él es reconocido en la historia del pueblo como profesor, fundador de la escuela local y administrador del puente de La Pintada. Fuera de eso, era finquero y nómada, y su esposa, como correspondía a la época, se dedicó a seguirlo, cuidando la prole. Para los hijos y nietos fueron mamá Queta y papá Nano.

La energía les alcanzó para procrear 15 hijos de los que sobrevivieron 14: Cinco varones —Alfonso, Emilio, Eduardo, Roberto y Enrique, a los que bautizaron anteponiéndoles a todos el Luis)— y nueve mujeres –todas llevan como primer nombre María— de las cuales tres fueron monjas dominicas terciarias —Soledad, Pastora y Sofía—, tres se quedaron solteras —Tere, Elisa y Ester— y tres se casaron —Concha, Chila y María Cristina—.

En 1928 y aprovechando que en ese pueblo existía una red de apoyo familiar, la pareja partió a Cartago (Valle) con su batallón buscando mejores oportunidades de educación.

Todos coinciden en que en esa tierra, que para entonces no era tan paisa como hoy día, pasaron la mejor época. Ellas con sus paseos a la quebrada y las cabalgatas y ellos con sus pilatunas de donjuanes. Bastaba que por lo menos hubiera parte de la parentela para hacerse a un ambiente de fiesta.

Roberto recuerda su juventud en un pueblo tranquilo, nada parecido a lo que se convirtió después del asedio de la chusma liberal que se desató después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y décadas más tarde con el narcotráfico.

Los paseos y pequeños rituales cotidianos son una de las claves que las sobrinas mantiene para dinamizar la vida social de sus “mayores”. FOTO: CAMILO SUÁREZ
Los paseos y pequeños rituales cotidianos son una de las claves que las sobrinas mantiene para dinamizar la vida social de sus “mayores”. FOTO: CAMILO SUÁREZ

El 9 de abril, el día en que asesinaron al líder liberal, los ecos del Bogotazo enloquecieron a Cartago. Lo más normal era escuchar el rugido de las escopetas. Los “pájaros” no cantaban sino que mataban. Sin embargo, a los Velásquez no les tocó sufrir los estragos de esa guerra que todavía tiene repercusiones en el país.

“Un pelotón del Ejército llegó de Pereira y los chulavitas estaban detrás de las bancas del parque, se sentaron ahí. Entonces cuando los soldados vieron la resistencia de los chulativas procedieron y hubo muchos muertos”, rememora Roberto.

Un padecimiento de salud de don Crispiniano los motivó a retornar a tierras antioqueñas, pero esta vez a pleno centro de Medellín, que para 1958 también era un remanso irreconocible en el espejo de la ciudad actual. A la par, montaron “sede alterna” entre los departamentos de Córdoba y Sucre, una región que apenas se empezaban a colonizar a punta de ganado y cultivos. Así fue como Roberto y Eduardo terminaron asentándose en la capital cordobesa para cuidar los intereses de la familia y se casaron con monterianas.

Con el tiempo, la residencia materna se trasladó de nuevo al sector de Santa Teresita, en Belén. En ese momento la mayoría ya había emprendido su propio camino y en la casa amplísima de dos pisos, con sus siete habitaciones y dos patios que eran cada uno del tamaño de un apartamento de los actuales, quedaron solo los dos viejos y las tres solteras, pero se colmaba en Navidad y las fechas especiales. Tere era la sensación con sus helados de guayaba.

—Usted no se imagina lo que eran esos diciembres en la casa o en la finca, teníamos tiempos en que nos juntábamos hasta 110 personas, porque todos los hermanos llegaban con sus hijos—, salta a decir Chila reviviendo la emoción.

En 1979 papá Nano se despidió, faltándole dos años y tres meses para coronar el siglo de vida, y en 1980 lo siguió mama Queta, con una edad que ningún descendiente atina a dar pero que aseguran pasaba también de los 90.

El gran secreto

La casona dio paso a un edificio y las tres tías solteras se fueron a un apartamento. Después, se despidieron también Elisa y Ester, de suerte que Tere terminó viviendo con Emilio –ya viudo—, hasta hace 15 años, cuando Concha y Liliana la adoptaron como la matrona de su hogar.

Las reminiscencias de las épocas pasadas —sobre todo las de las pachangas en la casa de Santa Teresita y la finca de Córdoba—, las risas y el goce llenan cada encuentro cotidiano de los que propician por lo general una vez a la semana las primas Liliana y María Patricia (la hija de Chila).

Cuando hay más sobrinos presentes, con frecuencia acaban conversando sobre el secreto de haberle ganado la guerra al envejecimiento y la enfermedad, pues los nueve hermanos que ya no están se han ido con más de nueve décadas encima, siendo hasta ahora Soledad la segunda más resistente, al morir de 103 años.

Los expertos de las Zonas Azules suelen relacionar el milagro de los centenarios con factores como la genética; un ambiente sano, sin estrés; una dieta rica en vegetales y productos no procesados, sin transgénicos y austera en proteínas. No obstante, en el caso de los Velásquez son difusas esas condiciones.

Tere es la más juiciosa. Es cierto que le huye a lo grasoso pero come de todo, aunque nunca al punto de la saciedad. Incluso a veces ha consumido licor y hasta fumado. Un día de los suyos comienza a las siete de la mañana para darle la pastilla a Concha; desayuna, se baña ella solita, ayudada por las agarraderas que hay en la ducha y a las 11:30 viene la otra medicina de la hermana; gasta algunas horas en novelas y misas televisadas; a las 6:30 p.m. viene el infaltable rosario y empata con una jugarreta de dominó hasta la hora de dormida, a las 8:00 p.m. La rutina cambia en ocasiones por incursiones a una panadería famosa donde “peca” con un palito de queso.

Chila y Roberto, por su parte, tienen fama de buenos bailarines. De hecho, en el “baúl” de recuerdos abundan videos de él tirando paso en las tantas fiestas en las que las sobrinas se lo peleaban para sacarlo a la pista, y guardan, entre otros, uno donde Chila, la de 97, mueve su cuerpo con la cadencia de una quinceañera al son de un bullerengue. Hasta hace seis meses ella usó tacones.

—A Chila le gusta más el baile que la comida—, asegura jocoso Roberto, a quien no le faltan tampoco las caminatas y sesiones en elíptica.

Los demás miran a Concha como la más disoluta con la dieta y eso le ha pasado cuenta de cobro con la salud. Al escuchar los relatos que los demás le dan al periodista sobre Concha, Tere levanta la cabeza y musita la cantaleta que se ve le ha repetido sin cesar: “Come lo que no debe comer”. Todo porque difícilmente se le resiste a un buñuelo, a un chicharrón o a un queso mozzarella.

Y ella le suele contestar risueña que “lo que quiere es que se lo deje a usted”.

—Ella toma pastillas todo el día—, recalca Tere, como si le estuviera poniendo la queja a la mamá.

María Patricia y Liliana repiten sin cesar a su modo la que para ellas ha sido la clave de la longevidad en los Velásquez.

“Yo creo que la receta es el amor de familia, quererse, estar unidos; ellos se llaman, preguntan por los demás, se hacen mucha falta”, dice Liliana, y María Patricia añade que otro quid es que la familia se ocupa de integrar a los viejos a través de rituales y pequeños encuentros. “La alegría es la característica de ellos y a nosotros nos gustan que nos compartan su historia”, muy lejos del relato del viejo arrinconado y que por eso mismo se vuelve hosco y taciturno. La siesta al mediodía es otra característica común.

Superado el asunto de la salud, el mayor bemol de una vida tan larga, sin embargo, es la soledad tras ir despidiendo a los seres más queridos. En el caso de Tere fueron sus padres y su amiga Tina, que falleció hace tres años. En el de Roberto, la muerte de su esposa, hace ocho años.

—¿Hasta los cuántos años quiere vivir?—, le pregunto a Tere y creo que no ha escuchado bien, porque deja un bache de segundos, pero de pronto suelta una sentencia dura:

—Yo no quiero vivir más años.

—¿Por qué, es que está aburrida con nosotros?, le riposta Concha, la del silencio eterno, quitando el tono ceremonioso del diálogo. Y estallan las carcajadas de todos en la sala.

En varias ocasiones a Tere le han hecho los médicos la eterna pregunta del porqué es tan saludable y come-años y ella responde:

—Porque no me casé.

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