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El día que se abrió la puerta entre países hermanos

  • Cúcuta, Puente Simón Bolívar, sector del río Táchira. Paso por la frontera de colombianos expulsados de Venezuela en 2015.Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
    Cúcuta, Puente Simón Bolívar, sector del río Táchira. Paso por la frontera de colombianos expulsados de Venezuela en 2015. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
16 de agosto de 2020
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Los fenómenos de movilidad entre Colombia y Venezuela son inherentes a la historia de ambos países. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) señaló en su informe de 2018 que en, medio de la bonanza petrolera de la nación vecina y de nuestro conflicto armado interno, “casi un millón de colombianos” llegaron a vivir a Venezuela, aunque muchos hubieran tenido que retornar en los últimos años. Todavía hoy, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) cuenta a 7861 colombianos como refugiados en el país vecino.

Luego, con la muerte de Hugo Chávez y el inicio del mandato de Nicolás Maduro, el flujo de población venezolana que migraba a Colombia creció. Se trata, sobre todo, de profesionales despedidos de empresas petroleras o de estudiantes que venían a continuar su formación en las mejores universidades. “Pero era un movimiento pequeño. Ni siquiera implicaba una discusión del tema”, advierte Ronal Rodríguez, investigador del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario.

Y sin embargo, lo ocurrido el 19 de agosto de 2015 revirtió el flujo migratorio normal, abolió los pronósticos de internacionalistas y le quitó a Colombia el rótulo de país expulsor de desplazados para convertirlo en el segundo receptor de refugiados en el mundo, después de Turquía, según la ACNUR.

Retornos forzosos

Justo hace cinco años, el presidente Nicolás Maduro dio un giro en su discurso. Al percatarse de que los colombianos, uno de los principales bastiones electorales de su antecesor, comenzaban a identificarse con la oposición política –por la creciente crisis social y económica del país–, optó por reiterar que la inseguridad en Venezuela se debía a paramilitares colombianos; entonces negó la renovación del documento de identidad de connacionales e incluso les puso obstáculos para abastecerse.

Aquellos hechos antecedieron a uno más grave. Venezuela comenzó las llamadas Operaciones de Liberación del Pueblo (OPL), despliegues policiales y militares para intervenir zonas en las que crecía la violencia. La del 19 de agosto de 2015 fue en el barrio La Invasión, de San Antonio del Táchira, frontera con Colombia, donde el Gobierno de Maduro decía que había presencia de paramilitares colombianos.

Óscar Calderon, quien entonces estaba en la oficina del Servicio Jesuita para Refugiados en Cúcuta, recibió llamadas de líderes del sector que le reportaban marcas hechas por militares en sus sus viviendas y presencia de miembros de la Guardia Venezolana, que indagaban quiénes vivían en cada casa y si había colombianos.

Ese día, sin tiempo de recoger pertenencias o buscar ayuda jurídica, 1500 personas, entre colombianos y familiares de colombianos fueron desalojados de sus casas, lanzados a la frontera y deportados del país en el que hicieron vida.

“La gente denunció que los estaban llevando cerca al Puente Internacional Simón Bolívar, donde les hacían procesos de deportación y los expulsaban de forma muy rápida. Fueron muchos hijos separados de sus padres, refugiados colombianos, solicitantes de refugio, personas reconocidas como víctimas en Colombia, que tuvieron que irse. Vivimos momentos de tensión que yo nunca había tenido que presenciar en mi trabajo”, recuerda Calderón, hoy miembro de la oficina regional para América Latina del Servicio Jesuita, para quien aquel hecho atentó contra el Derecho Internacional Humanitario y la reglamentación internacional sobre migración, que es clara en restringir la devolución de refugiados a su país.

En días posteriores, al menos 22 mil colombianos temieron un destino similar y regresaron al país. Como los siete pasos fronterizos entre ambos estados habían sido cerrados de forma indefinida –y así fue hasta el 13 de agosto del año siguiente–, las imágenes de aquel éxodo son escabrosas: miles de personas intentaron escapar por trochas y ríos con colchones, maletas y electrodomésticos al hombro.

Se abrió el boquete

El trayecto de estas familias hacia Colombia estuvo plagado de victimizaciones y atropellos de lado y lado de la frontera. Camila Espitia, coordinadora del área Refugio y Migraciones Forzadas en Codhes, relata que hubo crisis alimentaria de muchas familias, al menos dos casos de violencia sexual contra mujeres, destrucción de sus viviendas, persecución y limitaciones a la movilidad.

De igual forma, en su informe, Espitia y otros colegas dan cuenta del mal manejo de las instituciones sobre la información sensible de los deportados e incumplimientos en la oferta institucional que se ofreció desde los albergues o ciudades a las que llegaron.

“Se han presentado casos, que no son aislados, de personas que llegan a la alcaldía del municipio de reasentamiento y no encuentran la cobertura prometida, que no son aceptados en las casas previamente alquiladas o devueltas desde las fincas cafeteras donde han sido enviadas para la recolección del café”, reza el documento de octubre de 2015.

Para Espitia, la respuesta de entonces del Gobierno, que se dio en perspectiva de una tragedia humanitaria, careció de los elementos que pide un fenómeno migratorio, como la definición de perfiles de protección siguiendo estándares internacionales o un seguimiento de la situación de los migrantes en su reintegración al territorio colombiano.

Entre los funcionarios que pusieron en marcha aquella respuesta del Gobierno estaba Víctor Bautista, exdirector de Fronteras de la Cancillería colombiana y hoy secretario de Fronteras y Cooperación Internacional de la Gobernación de Norte de Santander. Según cuenta, el equipo gubernamental estuvo 93 días con sus noches trabajando en la recepción de los colombianos y venezolanos que retornaban o que eran deportados, “sin el debido proceso, viendo cómo destruían sus casas y los separaban de sus familias”.

Bautista recuerda que la entonces canciller María Ángela Holguín le pidió en el primer día de su llegada a la frontera que fuera a ver quiénes eran los “paramilitares” a los que se refería Maduro, pero lo que él encontró fue a 500 mujeres con sus hijos, durmiendo en el suelo de un coliseo y esperando a ver qué sería de su nueva vida en Colombia.

“Estas familias llegaron sin nada, y aunque intentamos hacer un listado de los enseres y bienes que dejaron en Venezuela, ese Gobierno nunca respondió”, cuenta, y añade que el 17 de noviembre de ese año, cuando parecía que se había quitado un piano de la espalda por haber atendido a 22 mil colombo-venezolanos, nunca imaginó que en agosto de 2015 había caído la primera gota de una crisis sin precedentes.

La tercera ola

la ONU estima que más de 5 millones de personas han salido de Venezuela y cerca del 34% (1.764.883) han llegado a Colombia, lo que convierte a nuestro país en el principal receptor de la región.

Lucía Ramírez, coordinadora de investigaciones en temas de Migración y Venezuela del centro de estudios Dejusticia, habla de tres olas migratorias: la primera, que no fue masiva, ocurrió antes de 2015 y fue protagonizada por personas que tenían medios para acceder a una visa y conseguir empleo en Colombia. En la segunda, cuyo detonante fue aquel 19 de agosto de 2015, llegaron personas que pudieron regularizar su situación por medio de la expedición gratuita de permisos especiales por ser familiares de colombianos.

Pero en la tercera, que comenzó en 2016 y aún no cesa, el perfil de los migrantes cambió de forma significativa: de forma masiva, y muchas veces atravesando a pie la región Andina, han llegado miles de personas en precarias condiciones, sin pasaporte y con muchas dificultades para regularizar su situación en Colombia. Según los últimos datos de Migración Colombia, cerca del 57% (1.001.472) de los migrantes se encuentra en situación irregular y tienen serias dificultades para satisfacer sus necesidades básicas.

Los perfiles de quienes han huido de Venezuela en esta última ola también han variado. Ligia Bolívar, fundadora del Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea), menciona que, de una migración forzosa compuesta sobre todo por hombres solteros, jóvenes, con pasaporte y buen nivel de instrucción, se pasó a un mayor número de mujeres con niños propios o acompañados, sin pasaporte y con menor nivel de instrucción.

“Esto indica más precariedad, al tratarse de personas con menores recursos económicos, educativos, legales y de bienestar emocional, que coloca a quienes huyen en una situación de significativa vulnerabilidad”.

Máxima precariedad

Para Ramírez, el Estado nunca previó las dimensiones que alcanzaría esa ola –cerca de dos millones de venezolanos están en Colombia– y su respuesta ha sido insuficiente y hasta paradójica: “No se puede entender por qué toda la experiencia que el país ha acumulado en atención a población desplazada no ha sido igual para la población migrante. La idea de que no son colombianos persiste”, dice la experta.

En eso coincide Carolina Moreno, directora de la Clínica Jurídica para Migrantes de la U. de Los Andes. Según dice, aunque Colombia usa el argumento de que tiene una política migratoria de puertas abiertas, no se materializa. “De Venezuela están llegando los más pobres y vulnerables, y el Permiso Especial de Permanencia, la medida emblemática del Gobierno, no siempre les sirve”, explica.

Y es que el PEP, que tiene vigencia por dos años prorrogables, no les permite acceder a sistemas de regularización definitiva, lo que puede conducir a explotaciones de todo tipo. Además, nadie en la academia le apuesta a que haya un cambio de gobierno en Venezuela en los próximos años, y la reconstrucción social y económica de ese país se ve lejana para hablar de retornos.

Moreno cuenta que nuestro gobierno tiene una posición soterrada y no explícita de no apostarle al refugio como medida para regularizar a los migrantes venezolanos. Según le respondió la Cancillería en un derecho de petición de junio de este año, hay 18 mil solicitudes de refugio deesos ciudadanos, pero el número que responden –no lo aclara el documento oficial, pero la abogada lo deduce por los relatos de quienes acuden a su clínica jurídica– es muy bajo.

Ahora bien, la situación de quienes llegaron en la tercera ola es cada vez más difícil. Óscar Calderón, del Servicio Jesuita de Refugiados, plantea que el escenario se volvió más complejo cuando fue visible que muchos migrantes venezolanos dependían de economías ilegales y/o ilícitas. Víctor Bautista alerta sobre la trata de mujeres y niños venezolanos para la explotación sexual y la esclavitud, y el reclutamiento de migrantes para raspar hoja de coca o sumarse a las filas de bandas criminales.

La pandemia nubló el futuro

En su discurso del pasado 20 de julio, el presidente Iván Duque no mencionó una palabra del tema migratorio. La agenda de Colombia está puesta en las medidas para contrarrestar los efectos de la pandemia por la COVID-19, pero ignorar a los venezolanos, no atenderlos y no pensar en acciones regionales con los países vecinos es “dejar el virus vivo y buscarse un talón de Aquiles para no salir de la emergencia”, advierte Ronal Rodríguez, para quien también es problemático que, a dos semanas de su renuncia, no se haya nombrado el reemplazo de Felipe Muñoz como gerente de Fronteras.

Para Camilia Espitia, si la nueva respuesta del Estado no es desde la perspectiva de la inclusión, de los derechos de acogida y de una política pública a nivel nacional que incluya a todos los sectores, el aumento de los flujos migratorios por la pandemia sí que podría convertirse en un problema: “Estamos en el momento donde existe la posibilidad de cambiar el rumbo y de hacer que la migración venezolana contribuya al desarrollo del país. Si no, esta población, que ya está en absoluta desprotección, encontrará cada vez más refugio en las economías ilícitas, será revictimizada por actores armados y Colombia tendrá unas cuentas pendientes con el futuro muy difíciles de saldar”.

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