Aunque uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible es erradicar el hambre para 2030, el mundo está lejos de lograrlo. ¿El motivo? Las cifras que reveló esta semana un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) indican que para 2019, 800 millones de personas padecían hambre en el mundo.
Si se compara con las estadísticas anteriores, la cifra aumentó en 10 millones de personas solo en un año, de 2018 a 2019, y en 60 millones en los últimos cinco años.
Este no es el único indicador. También se habla de subalimentación, una realidad que viven 2.000 millones de personas, superando las 1.400 que estaban en esa situación para 2014. Esa condición puede ser moderada o grave y significa que la gente carece de acceso a alimentos sanos, nutritivos y suficientes.
Todos los continentes tienen un porcentaje de su población que vive alguna de esas dos situaciones, pero en África, Asia, Latinoamérica y el Caribe es donde más preocupan los casos de familias que no pueden suplir su canasta básica.
Hay tres factores que agravan ese escenario: los conflictos, las dificultades económicas y la crisis climática. A esto se suma el contexto de desigualdad que vive cada país.
La FAO indica que la desigualdad aumenta la probabilidad de sufrir inseguridad alimentaria grave, y este efecto es un 20% mayor en el caso de países de ingresos bajos frente a los de ingresos medios. Así, la situación en Zimbabwe puede ser mucho más grave que la de Colombia o Bolivia.
Un grupo de 65 países viven con más notoriedad las repercusiones del hambre. El primer lugar lo ocupa República Centroafricana y el segundo Venezuela, seguidos por Madagascar, Zimbabwe, Uganda, entre otros. En esa lista de naciones con subalimentación también están Bolivia, Brasil y Colombia (ver Infografía).
Latinoamérica y el Caribe tiene una importante proporción en las estadísticas de personas subalimentadas, de 42,5 millones. En contraste, entre Europa, Oceanía y América Septentrional (Canadá y Estados Unidos) solo hay 2,6 millones de individuos en esa situación.
El hambre es un mal latente que parece no mejorar. Especialmente, porque este reporte solo tiene datos de 2019 y no contempla las consecuencias del coronavirus en la nutrición de la población mundial, un asunto del que ya comienzan a verse sus consecuencias: trapos rojos en las calles de Colombia pidiendo comida o una Venezuela desabastecida.
Por eso, dice la magíster en nutrición, María Clara Obregón, “esta pandemia va a producir muchos problemas desde el punto de vista nutricional de la población vulnerable. Hay que priorizar la entrega de las ayudas y dar más alimentos que contengan micronutrientes”. La cuestión es simple: no se trata solo de que la gente tenga el estómago lleno, sino de que esté bien alimentada.
La infancia necesita nutrirse
Los niños viven en una paradoja: mientras algunos sufren de desnutrición, otros están en condición de obesidad. Uno de cada siete recién nacidos, lo que equivale a 20,5 millones de bebés, tuvieron bajo peso al nacer.
Los problemas nutricionales que se dan en el vientre de la madre y los primeros meses de vida pueden persistir y por esto 149 millones de menores de edad tienen un retraso de crecimiento. Al tiempo, hay otros 40 millones de pequeños con edades inferiores a los 5 años que tienen obesidad.
Para que la infancia esté sana desde el punto de vista nutricional no solo se necesita que los niños estén comiendo bien: la alimentación de las madres es fundamental y en este punto la FAO alerta sobre la incidencia de la anemia en las mujeres jóvenes, quienes potencialmente pueden convertirse en progenitoras.
Además, solo el 41,6% de los lactantes menores de seis meses recibió exclusivamente leche materna, una estrategia que facilita el desarrollo del bebé a largo plazo. Las consecuencias de la desnutrición maternoinfantil pueden ser letales porque contribuye al 45 % de las muertes de niños menores de cinco años, según indica la FAO.
Para Obregón, la solución a ese panorama para niños y madres está en que se deben priorizar los alimentos nutritivos y no los energéticos, especialmente en los primeros años de vida y en las madres gestantes o en proceso de lactancia.