Estación Latinoamérica, repleta de caras y orígenes diversos, de desuniones y gentes del altiplano y la costa, del frío y el calor, de la abundancia y la pobreza, sin estratos medios, todo del aguacero al sol intenso. Ojos abiertos, oídos cerrados, eructos, ayunos, patriarcas y solterones y centros tecnológicos al lado de ventas de mango. Y el tiempo en todas las direcciones, que se vive en el presente o el pasado (los más) y el futuro dado a cartas y horóscopos, a rezos y golpes de lotería. Gente mágica la de esta estación, por eso algunas muertes se celebran con fiestas desmesuradas y otras con rituales acelerados, entrada por salida. Y sigue el movimiento, el amontone, la rumba y la soledad. E igual otros vuelan, se sumergen, se quedan quietos o desaparecen. Demasiados asuntos juntos: la fantasía y la razón, la sinrazón y los vericuetos (cual selva lujuriosa) de lo legal y lo justo, lo corruptible y lo que se puede abandonar, que en América Latina somos muy buenos en esto del olvido.
Y es que olvidamos para inventar sueños. Ahora, por ejemplo, con la gabolatría que corre, digna del entierro de la Mamá Grande, un hombre que había dejado de escribir desde hace mucho tiempo (un muchacho diría que desde que las piedras parecían huevos de dinosaurio), resurge con la fuerza de un primer lugar en un campeonato de fútbol. Y no está mal que se retome un clásico (García Márquez lo es, como Don Quijote de la Mancha), pero que no se desmesure su posición en la tierra hasta convertirlo en un mito que luego nadie leerá ni analizará sino que se mantendrá en el aire como una aparición intocable y, si se da el caso, hasta milagrosa, pero no como una sombra que refresque estos calores. Somos operáticos, gente de circo y travesías por el desierto, siempre con los ojos cerrados.
El realismo mágico (que es una manera de alterar la realidad desde los tiempos de Gargantúa y Pantagruel, de Francois Rabelais), nos ha hecho admitir apariciones como los Djinn (los genios) de las lámparas de las Mil noches y una noche, a los que se les pide deseos o se encierra en botellas, pero que estén sueltos o atrapados, alucinan. Y bueno, hay que reconocer lo que tiene valor (La ventana que Gabriel García Márquez abrió sobre su manera de ver el Caribe fue grandiosa), pero una sola vista no lo es todo. Pasa que por pegarse a un árbol (posiblemente mágico como los que narra Robert Graves en La diosa blanca) se desconoce el bosque, que es el que configura el funcionamiento de todo el ecosistema. Y así, un solo elemento nos deslumbra al punto que ya no se ve el resto. Y…
Acotación: por estos días (el viernes Santo) murió Mario Naranjo Arango, un hombre de Armenia que hizo, con sus pinturas, un inmenso trabajo. Pintó el mundo de nuestro café: la cosecha, los campesinos, los jeeps, las casas en las colinas, el sol y la lluvia. Y esa magia sigue con quienes le conocimos. Es que también nos hizo ver el mundo.
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