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Sed y abandono matan a indígenas en el desierto

Hace tres años los wayuu no ven llover en La Guajira; es la peor sequía de las últimas décadas. A esto se suma el cierre de la frontera.

  • Más de tres años sin que caiga una aguacero en la alta Guajira, ha obligado a los indígenas wayúu a tomar el agua verde que queda en los jagüeyes. FOTO DONALDO ZULUAGA
    Más de tres años sin que caiga una aguacero en la alta Guajira, ha obligado a los indígenas wayúu a tomar el agua verde que queda en los jagüeyes. FOTO DONALDO ZULUAGA
08 de septiembre de 2014
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Hay eventos terribles que de tan repetidos se vuelven costumbre, dejan de asombrar, se convierten en una religión perversa. Está entonces la muerte de niños que no alcanzan la salud, la nutrición, saciar el hambre, calmar la sed; está un verano feroz y dos o tres años en los que no se ve un aguacero con ganas, no una lluviecita que parece brisa, sino un aguacero que vuelva el agua a los pozos, las quebradas a lo que hoy son lenguas largas de arena. Está entonces La Guajira, la alta Guajira, los que sufren y los que vemos sufrir.

Son veinte mujeres, ocho hombres, doce niños, diez burros. Hay un pozo como un tanque de cinco metros por cada lado con un pequeño hueco, un molino que sube el agua; algunos esperan con los galones vacíos, otros esperan y ríen y conversan y esperan el turno y ven cómo el agua no termina de subir aunque hay viento y el molino gira.

Entonces, en un rato, los burros tomarán agua y la mujer que me acompaña reparará en el detalle y dirá que primero beben los animales que las personas.

Costumbres, las llaman. Cultura, dicen los que se tapan la boca para callar lo que no se entiende, lo que nos molesta, lo que viene en reversa.

***
"La Guajira es una dama reclinada", dice un vallenato de Hernando Marín.

***
—¿Dónde te bajas?
—¿Cómo?
—Sí, hombre, que dónde te hospedas —me dice Mauricio Enrique Ramírez cuando en Riohacha hace calor y bulla de vallenatos por las calles.

Mauricio, además de ser contratista de la Gobernación, ha escrito varios textos para portales web en los que denuncia el abandono estatal que sufre La Guajira. Hace más de un mes contaba en sus textos que estuvo en un velorio de un niño wayúu —ceremonia a la que los arijunas, los blancos, no pueden llegar; ceremonia a la que sí llegan familiares imposibles: primos terceros, cuartos, tíos de las tías, y entonces lloran, beben, comen y despiden al muerto—; y decía Mauricio que luego del velorio llegó a una larga reflexión y habló de datos difíciles como el pequeño estudio que hizo el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf) por petición de la indígena Matilde López Arpushaina ante la muerte de los niños de sus comunidades. Se supo que de 1.475 niños de 49 comunidades wayúu de Riohacha —que es la media Guajira, donde la crisis no alcanza a ser crisis—, 1.394 no tenían ningún tipo de protección del Estado. De todos ellos, 46 tenían desnutrición aguda, 26 aguda severa, 204 peso bajo para su talla, 119 sobrepeso, 43 obesidad.

Está ahí, entonces, la obsesión de las cifras estatales por hacer del horror una larga explicación de males que no se diferencian mucho uno del otro y que se pueden resumir en una palabra: desnutrición. En otra: abandono. Sin candor, Mauricio lo explica: "En matemáticas simples, significa que 438 niños wayúu están haciendo fila para convertirse en los próximos niños muertos por desnutrición en La Guajira".

Ya el exdirector de Planeación de La Guajira, César Arismendy, presentó en marzo una tutela en contra del Estado por no proteger a la niñez del departamento. Argumentaba la muerte de 2.969 niños menores de cinco años en los últimos seis años, todos de comunidades indígenas como las wayúu, wiwa, kogui, arhuaco y kankuamo.

Hay que decir en este punto que las medidas se concentran en los niños menores de cinco años porque es en esas edades donde están puestas las metas del milenio para evitar la muerte por desnutrición: por hambre.

Mauricio dice ya en su casa que la cifra puede ser tímida porque no hay un censo de la población wayúu y que los datos que recoge el Gobierno se concentran en la media y baja Guajira y no en la alta, donde la crisis —la sequía, el desabastecimiento, la muerte de niños— es la crisis. Además está el subregistro: los muertos que se enterraron, que no llegaron a un hospital, que murieron mientras las familias peregrinaban por la Gran Nación Wayúu que no tiene frontera con Venezuela. El caso es que Mauricio hizo el censo con el Dane hace veinte años y cuenta que el conteo fue un desorden, una tarea imposible porque nunca se tomaron todos los caminos del desierto para contar todas las rancherías wayúu y en ellas a todos los indígenas. Aún hoy, contar, saber cuántos son, es su obsesión.

Hace cuatro semanas en las redes sociales aparecía una foto lindísima de un pequeño indígena sonriendo mientras la lluvia lo bañaba, el titular decía Llovió en La Guajira. Me encontraré con el personero de Uribia —alta Guajira—, Enrique Barros, y hablará de esa foto y dirá que eso fue en la baja, por Urumita, donde no llovía hace seis meses, pero no en la alta, donde no llueve hace tres años. Donde desde febrero de este año, por los controles aduaneros impuestos por Venezuela en la frontera —una cifra más en la crisis— se ha incrementado en un 90 por ciento el número de casos de niños con desnutrición severa comparado con todo 2013. El dato lo entregó una misión de la European Food Safety Authority, y al que le sumaron que el precio de los alimentos se incrementó entre un 40 y un 200 por ciento. Para los wayúu, dicen, es peor el cierre de la frontera con Venezuela que la sequía.

Vea, primo —me dirá Víctor Epiayu en su ranchería a más de una hora de Uribia, en pleno desierto, frente a un mar manso y azul como el horror—, yo vendo un chivito de esos por cuarenta mil pesos, y acá compro aceite, arroz y me quedo sin plata, en Venezuela con esa plata hago un mercado graaaaande. Pero ya no se puede, no nos dejan pasar.

***

"Colombia es un pulpo desaforado. Mi Colombia es un pulpo desaforado", continúa el vallenato.

***

Siempre hay un temor extraño entre los que aconsejan cuando se va a viajar por el desierto guajiro. Y siempre hay historias de indígenas —o de unos blancos, o de unos maracuchos, como les dicen a los venezolanos— que atracaron a unos turistas en medio del desierto y los dejaron abandonados. La tierra de nadie, dicen.

Una de esas personas es una mujer que tiene una sonrisa inaudita, preciosa, y una barriga de seis meses de embarazo. Es wayúu y viste una túnica blanca y vende mochilas, manillas, correas, sombreros en el malecón de Riohacha. Esquiva las fotografías. Desde la acera del frente se le veía tejer una de esas mochilas que empresarios compran por tres pesos para venderlas carísimas en el interior. Son muchas mujeres wayúu las que venden mochilas desde temprano en la mañana y hasta las seis de la noche, estén las playas llenas de turistas o vacías y solo tocadas por gaviotas como hoy.

Se llama María Luisa Epiayu y sus paisanos —como se dicen entre ellos los wayúu— le dicen que es una wayúu rara, una arijuna.

—Yo no podría vivir con ellos, porque viven acostados, en cambio las personas como nosotros, que son muy civilizadas, buscan trabajo porque hay que comer, en cambio los que están allá no buscan, se mantienen en las rancherías, siempre están en la ranchería.

—Y dicen que están muriendo muchos niños indígenas...

—Eso de que los niños se mueran de hambre pasa hace rato… por ahí hace quince años. Eso es en el norte, por allá por la alta, en Uribia.

Hija de una madre que por sostener a sus hijos salió de la ranchería a trabajar como empleada doméstica en casas de familias de Riohacha, de Maicao, de ciudades venezolanas, María Luisa estudió el colegio completo y a sus 20 años ha hecho tres técnicas, una de ellas en enfermería que no ha podido ejercer porque cuando iba a firmar el primer contrato se enteró del embarazo. Dice que su mamá también era una wayúu rara, porque solo tuvo dos hijos y no se quedó en Mayapo, su comunidad.

—Mi mamá quería lo mejor para nosotros, que estudiáramos, que aprendiéramos el castellano. Si yo viviera en las rancherías ya me habría llenado, uuuuuh, de bastantes hijos. ¿Qué gano con eso? Pasar trabajos y necesidad, como los niños que se mueren de hambre; en cambio yo como lo que comen ustedes, estoy trabajando y estoy bien; yo tengo EPS de Coomeva, y así; mi marido es auxiliar de rampa en el aeropuerto, él es indígena, pero ya está más avanzado porque está en la universidad. Y quiero estar en la universidad con el favor de Dios el otro año.

Estaría llena de hijos, dice. Y le pregunto que cuánto es estar llena de hijos y explica sin cifras que las niñas allá solo piensan en tener maridos —cuenta rápido— ¿qué más van a hacer? Luego de que se desarrollan, pasa un año y ya tienen su novio, y a los trece o catorce años ya tienen hijos, y es pariendo uno y cogiendo el otro. Entonces se muere un niño y ya tienen el otro. Y mientras habla pasa un indígena arhuaco borracho cantando y con un niño detrás y María Luisa dice tan cochinos —tan puercos, dice.

***

"Y parece un caballo desbocado. Con un jinete malo sin quien lo detenga. Y ese jinete viene enamorado. Y porque es india cree que está de venta".

***

Es una carretera larga y que angustia. El desierto duro y como una paradoja está la vegetación verde y seca a los lados; una vegetación que engaña y en medio de ella unos huecos grandes como piscinas, en el idioma wayúu: jagüeyes. Vacíos. En el fondo la tierra partida, agrietada. Pero a unos treinta kilómetros de la cabecera municipal de Uribia hay uno con agua que, desde la carretera, se ve con una capa verde como un tapete extenso. Hay una mujer de vestido blanco con arabescos estampados azules, tiene una pimpina de cinco litros y con ella un niño con una llanta de bicicleta que arrastrará con una vara, el niño trae un envase de aceite curtido. Parados en la orilla sacan agua y el niño bebe. Se bebe el agua verde que parece un caldo extraño. Agua estancada. La mujer no quiere hablar, no huye, pero la traductora lo dice: no quiere hablar. Sigue sacando agua , la envasa con delicadeza para que no se pierda ni una gota.
Desnutrición: no comer lo suficiente, lo necesario.

Los jagüeyes llegaron a la alta Guajira en el gobierno de Rojas Pinilla, esa dictadura pequeña que también dejó televisores. Los hicieron para que los animales pudieran beber y los indígenas se abastecieran solo con los pozos.

Los animales son muy importantes: un chivo no es solo carne, es reputación. Si un wayúu tiene problemas de linderos, o un hijo robó o deshonró a una mujer, puede arreglarlo con chivos, entrega parte de los que tiene, y ya está. Pero también están los burros.

Kilómetros después, luego de atravesar la vegetación por la que los caminos se bifurcan, ahora sí en el desierto que no tiene inalcanzable, donde la tierra no se cansa, una mujer y dos niños puyan dos burros de los que cuelgan pimpinas ¿con agua? Mientras más nos acercamos más corren. Nos tiramos con Donaldo, el fotógrafo, corremos, pero huyen.

El viaje será largo y rápido.

Víctor Epiayu arregla las redes con las que por estos días no pesca mucho, porque además de la sequía y del desabastecimiento, la subienda no ha subido.

—Eeeerda, ya tenemos aquí como tres años sin lluvia. Hace como diez días que medio serenó, y estamos recogiendo el agua sucia, que está verde verde verde. Ya no da para tomar, da cagalera, pero hay que tomársela. Hay un pozo, pero bota no más como dos pimpinas o tres. Esta señora se va ahora y no viene sino hasta las ocho de la noche para traer esa carguita de agua, son cuatro kilómetros —son las once de la mañana y Víctor señala a un mujer que carga un burro con pimpinas—. En serio, hermaaano, que no hay agua. Se han muerto muchos animales. Uuyyyy, tengo ya el corralón, el chiquero ese, vacío. Estos —cinco chivos pequeños, famélicos— se están muriendo, mira el chiquero ese, donde había ciento y pico’e cabezas de chivos, ya no queda nada. Hace tres años que no ha llovido por acá. Ha caído sí, pero serenitos, pero eso no bota agua. Una lluvia como neblina. Aquí hubo un aguacero que llovió de mayo hasta noviembre, eso fue hace cuatro años. Desde eso no se ve un aguacero.

Desde marzo, luego de los problemas aduaneros en la frontera, la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (Ungrd) ha repartido por los 22 corregimientos de Uribia, por sus 8.200 km cuadrados, 44.000 mercados y miles de litros de agua. Mercados para 260.000 indígenas, que es el censo que tienen. En cada ranchería —pasamos veloces por lo que era una quebrada: una lengua larga de arena, al lado una salina, y vemos una mujer inclinada recogiendo sal, una maza blanca extraña— se ven tanques de agua de mil litros y mujeres con sus vestidos colorines preciosos, que se empinan y sacan. Mil litros para comunidades de diez, quince, veinte personas. Una cuenta: en una ciudad, digamos Bogotá, una persona gasta alrededor de 150 litros al día.

—Los wayúu somos muy ahorrativos —dice la intérprete que nos acompaña—, pero sabe qué, en El Cabo de la Vela, por casa, están pidiendo dos mil litros de agua, que para atender a los turistas, eso es inaceptable. Y allá sí llega el agua todos los días, en cambio a las rancherías no.

En un baño de un restaurante en El Cabo, un perro meterá, desde afuera, el hocico por un hueco de la pared, tratará de lamer tierra húmeda, no agua, no un pequeño charco, no orines, tierra húmeda casi seca. La sed.

***

"Ahora que la dama tiene plata, viene el galán a la casa y promete quererla. Claro, tiene el gas que es una ganga, la sal de Manaure y su carbón piedra".

***

Ahí está el pozo y las veinte mujeres y los hombres y los niños y los burros que beberán agua antes que todos.

Recuerdo a Víctor Epiayu y a la mujer que señaló, que tendría que cruzar el desierto puyando el burro, pienso en la importancia del burro. Aunque el agua no sube, aunque todos dicen que está difícil, y son las cinco de la tarde, y el pozo lo cierran a las seis, los wayúu ríen. Todos vienen de una comunidad a dos horas de distancia, donde no hay pozos, donde los jagüeyes están secos.

María Pushaina tiene dos burros y todos los galones vacíos. Un niño se le pega del vestido: la barriga inflamada, los labios resecos —la cultura wayúu da más importancia a los viejos, a los animales que a los niños—. María dice que llevan tres años sin sembrar patilla y fríjol, porque no llueve y que parece que el pozo tiene más sed que ellos. Le pregunto que si le preocupan los niños, que si le da susto que se mueran.

La intérprete me mira fría, no le hace la pregunta y me dice: "Ellos no piensan en eso".

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