Nadie quisiera para sí un padre indeciso, como el de la fábula de La Fontaine, ese que llevaba con su hijo un asno al mercado para venderlo. Para no cansarlo, el viejo decidió que ninguno de los dos lo montara. Ante la crítica de alguien por ser tontos, hizo montar al muchacho. Otro comentario señalaba que era el anciano quien debía estar arriba y cambió de sitio con su hijo. Más tarde, por una nueva réplica de que el burro estaba cansado, hizo que el chico le ayudara a llevarlo cargado. Lo dejaron caer al río. Como pudo, el animal ganó la orilla y corrió lejos de aquel insensato y su hijo.
Tampoco nadie quisiera un papá tirano, como ese que hizo decir a Franz Kafka, en su Carta al padre: “Querido padre: me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo (...)”.
Ni quisiera uno de esos padres de los cuentos rusos -Bunin, Korolenko, Gogol- dueños de la más grande de las miserias, borrachos varios de ellos, rudos como si hubieran quedado en obra negra, y con una pobreza de espíritu que garantizaba la perpetuidad de tales características, por desgracia, heredables.
Y hablando de rusos, qué infortunio más grande el de Taras Bulba, el líder de una horda de cosacos que terminó enfrentado con un hijo, quien, como sucede tanto en la literatura y en la vida, se enamoró de una mujer del bando enemigo y, tras el romance, eligió pelear por su nueva familia y olvidar la original.
Casos diversos
Y para hablar, no ya de los seres que habitan los libros, sino de quienes los crearon, nadie quisiera tampoco tener un papá como Pablo Neruda. Cuentan las malas lenguas -las de sus biógrafos-, que tuvo una hija en 1934 con una holandesa. Y como “es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”, como lo escribió él en el poema 20, se alejó de la mujer y se olvidó de la hija.
Ni como James Joyce, el que parió el Ulises. Ese amor suyo por su hija Lucía, si lo tuvo, era extraño. Ella llegó al mundo cuando él era un bebedor empedernido y pobre. Enfermiza y con grave estrabismo, quiso ser bailarina y se lo prohibió.
Pero el que definitivamente no quisiera tener nadie por padre es Abraham. Sí, el del Antiguo Testamento. ¿Cuál otro Abraham puede haber? ¡Iba a matar a su hijo, Isaacs! Por muy mandato divino que fuera, el terror en el que debió haber quedado sumido el chico no mereció ni siquiera unas líneas en la Biblia, cuyo volumen poco hubiera aumentado con ello. Si bien no lo mató, no digan que el trauma no debe haber quedado instalado en la mente de Isaacs para siempre... y hasta por generaciones. Ya cualquier niño veía levantar la mano de su padre empuñando una herramienta y temblaba.
Sin embargo, un padre tampoco quisiera tener la suerte de un Papá Goriot, el personaje de Honoré de Balzac que da nombre a una novela, a quien sus dos hijas despreciaron cuando quedó sumido en la miseria, miseria a la que llegó por brindarles a ellas dos unas dotes elevadas.
Menos quisiera un padre tener un hijo como Edipo. ¡mató al papá, por amor de Dios! No, perdón, por el amor de su madre, Yocasta. Hay que repetir a su favor lo que dejó escrito Sófocles: él no sabía que ese hombre, Layo, rey de Tebas, era su progenitor.
En Los misterios de París están los que uno quisiera y los que uno no quisiera tener en ese papel tan influyente en la vida. Rodolfo, el personaje central, noble y generoso, iba por el mundo, por el bajo mundo, haciendo el bien a quien lo requería. Así encontró a su hija y, sin saber que era su hija, la salvó de los malechores. Cuando se devela la identidad de ambos y su vínculo filial, poco dura la joven, quien perece por enfermedad. Pero también, en lugares sórdidos, se hallan seres abyectos, que enseñaban a sus hijos la vida del crimen desde que eran unos niños. Y otros, pobres pero honrados, enseñaban a sus hijos las virtudes, en medio de las necesidades. Como un pulidor de diamantes que vivía con su familia en una pensión deprimente. Y ni siquiera la mortal enfermedad de su esposa logró vencer su honradez, cuando tenía en la mano varias piedras preciosas que le habían encargado pulir.
Cuando uno es niño y adolescente, más bien quisiera tener un padre despistado como José Arcadio Buendía, el de Cien años de Soledad, que, metido en sus locas invenciones, poco o nada se daría cuenta de los pasos que uno diera. Aunque después, al crecer, uno dijera que más bien lo necesitaba como el de Nick Carraway, el de El gran Gatsby, quien a juzgar por los comentarios sueltos de su hijo, era buen consejero. Al comienzo, Nick evoca una recomendación del viejo referente a que no se debe criticar a los demás.
Pero el mejor sería un padre que tuviera la apertura mental de Pedro Caballero, el papá de la Marquesa de Yolombó. Según lo describe Tomás Carrasquilla, ese hombre que vivió en el siglo XVIII, permitía a su hija, Barbara Caballero, llevar una vida que, según decían los demás, era de hombre. Tanto el personaje del libro, como el histórico en el que está basado, trabajaba en las minas de don Pedro y participaba muy activa en acciones de progreso para municipio. En Yolombó se acabaron los Caballeros, dicen los lugareños para indicar que ya no queda nadie con ese apellido.
De todo lo dicho y lo por decir, queda claro que no hay padres perfectos, ni en la literatura ni en la vida. Unos son locos; otros, despreocupados; los demás, recios... Y en ambas, en la literatura y en la vida, el padre ideal es el de uno.