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Pardo Marcial tiene alma de bandoneón

16 de mayo de 2009
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El sombrero negro, el saco de paño gris, el pantalón habano y las zapatillas color marrón se detuvieron en el centro del Parque de Bolívar.

Soportaban el templado Sol, extraño en este mes de borrascas y aguaceros. Dieron la espalda a un árbol que porta palomeras blancas, escarbaron con manos ágiles en el maletín rodante de viajero y extrajeron un micrófono, su soporte, y un amplificador. De un estuche, sacaron una guitarra. En breve, las conexiones estaban hechas.

Esa pinta de compadrito que distingue a los tangueros, como si portara un letrero que dijera su oficio, cantor, llamó la atención de la gente que habita y pasa por el Parque al mediodía.

"¡Llegó Pardo! ¡Llegó Pardo Marcial!" Exclamaron algunos hombres y mujeres con aliento de alcohol. Abandonaron bancas y desbarataron corrillos de conversación y se agolparon alrededor del sombrero negro.

Una chica vendedora de café le sirvió uno sin leche y le reclamó por la tardanza. Habían pasado diez minutos después de las doce, hora del espectáculo.

"Creí que no ibas a venir", dijo ella.

"Sí, me demoré un poco, vos sabés, la charla en el hostal. Pero, como yo soy el gerente y propietario de este bar... Bueno, qué se yo".

Cuando la suerte qu' es grela,/ fayando y fayando/ te largue parao...

Suena la voz milonguera de Pardo, un hombre piola que ha dado media vuelta al mundo con este espectáculo callejero. Marcelo Belardinelli, nacido en tiempos del rock en San Miguel, localidad del gran Buenos Aires, oía a su abuelo cantar los tangos que ahora le dan la guita.

Un recital de tangos que la gente celebraba, cantaba, aplaudía. Transeúntes con sobres o maletines detuvieron su andar atraídos por el canto fino. Decenas de rostros se desendurecieron. Reían bocas de dientes incompletos. Corbatas y medias de seda dejaban su afán. Los venteros de frutas acudían a refrescar. Gritaban enloquecidos: ¡maestro!

Y Pardo Marcial se entregaba al público mientras libraba camorra con una mancha de Sol que se filtraba por entre las ramas del árbol de las palomas y lo tenía sudando.

El sombrero, personaje central, ya no habitaba en la cabeza de Pardo: estaba bocarriba encima del maletín. Protegido con un trapo limpio, recibía monedas y billetes.

"Difícil ser tanguero en el tercer milenio -comentó Pardo, jocoso, entre dos tangos, Yira yiray Cambalache-. Cantando canciones que nadie quiere oír. Aunque, ¿saben?, lo mío es un apostolado y algún día tendrá su recompensa... Pero quisiera que fuera hoy... y en efectivo".

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