Por las redes sociales están circulando las imágenes de ciudadanos que, siendo víctimas o presenciando actos delictivos, reducen a los supuestos criminales y bien proceden a esperar la llegada de la autoridad, o bien deciden tomar acciones expeditas de agresión directa.
Llaman la atención, tanto como las diversas escenas de indignación pública de la gente ante el accionar de atracadores o autores de otros delitos, los comentarios de las redes sociales: casi que un llamamiento general a la venganza y a la justicia por propia mano. Y, en casi todos, quejas por la inacción de la autoridad y la falta de presencia policial.
Hay que tener mucho cuidado. La Constitución Política, que todo ciudadano debería conocer, dice que “el delincuente sorprendido en flagrancia podrá ser aprehendido y llevado ante el juez por cualquier persona” (Art. 32). Y también existe la previsión penal de la legítima defensa: nadie está obligado a permanecer pasivo o sin defenderse ante una agresión criminal.
Pero una cosa es el deber ciudadano y cívico de colaborar con la reducción del delincuente cuando sea sorprendido en flagrancia, o defenderse ante un ataque actual o inminente, y otra es tomarse atribuciones de policía, de fiscal, de juez o hasta de verdugo.
Si bien es verdad que hay sensación de desamparo e impotencia entre los ciudadanos (por la sucesión de atracos callejeros a mano armada), los recientes episodios criminales no pueden ocasionar que se truequen de nuevo los cables que alumbran la convivencia y el respeto de la Ley y el Derecho, para que entonces cada quien comience a hacer justicia por sus propias manos.
Una de las peores herencias del narcotráfico, la perfidia social de creer que a la Justicia se le puede suplantar en aras de intereses y afanes particulares, fue desatar guerras urbanas de clases, sectores sociales y grupos de jóvenes que equivocadamente actuaban en nombre del “bien y de lo correcto”, pero que solo contribuyeron a liquidar así la institucionalidad que mueve las verdaderas democracias.
Estas apariciones de “vengadores” y “justicieros”, aplaudidos primaria y pasionalmente por muchos navegantes en las redes sociales, son trampas en las que los remedos de justicia y la efímera sensación de heroísmo nos devuelven a tiempos en los que en sitios públicos cada quien le ajustaba cuentas a otro por cualquier cosa. Esa época en que los narcos y las bandas dieron el mensaje detestable de que podían disponer de la vida de otros, sin Dios ni Ley.
Cuando se anima a crear un clima social en el cual cada quien se considera habilitado para aplicar justicia particular, se inflama una especie de histeria colectiva bajo la cual pueden ser agredidas personas inocentes, o ser estigmatizadas capas de población que no tienen nada que ver con redes delincuenciales.
Por eso, la solidaridad ciudadana debe ser mejor entendida, encauzarla para no ser cómplices ni actores pasivos frente a la delincuencia, pero no a traspasar límites de respeto a los derechos humanos de los demás (aun si son sospechosos o autores de delitos).
Para recuperar el clima de convivencia es indispensable exigir mejor respuesta policial en las calles y eficacia punitiva del sistema judicial. La desmoralización ante una justicia indolente, que no protege al ciudadano y le importa poco o nada la delincuencia diaria y constante, hace que se despierten estos ánimos de linchamiento propios de sociedades primitivas.
La eficacia de la autoridad, la cultura ciudadana y la conciencia de los derechos y los deberes cívicos son la única solución.
Vacío de autoridad y de acción del gobierno y la policía es crítico
Por Luis Guillermo Pardo Cardona
Presidente Corporación C3 (Consultoría para el Conflicto Urbano)
Se trata de una mentalidad de autodefensa -no de grupos operando como tal- que es compleja y peligrosa, porque se sabe cómo comienza, pero nunca cómo termina.
Esa mentalidad se reactiva porque ha existido antes, pero también sobre la base de un desgobierno y de una incompetencia de las autoridades de gobierno y policía. Lo grave es que el Artículo 315 de la Constitución señala que el Alcalde es la primera autoridad municipal de policía y, en consecuencia, debe trazar la estrategia de acción, lo cual no se ve en Medellín, con las inevitables circunstancias de una delincuencia desbordada.
Esos vacíos, incompetencia y corrupción, también de las fuerzas policiales, traen la creación de grupos, aún civiles -no armados-. Sabemos de “No más robos de motos en Medellín”, “Motos robadas y encontradas”, “Cicarya” y otros, con fuerza en las comunas 10 y 14, por ejemplo. Sumando los supuestos integrantes de esos grupos hablamos de 20 mil personas.
Preocupa, además, la falta de monopolio de las armas por parte del Estado. Y es grave que se niegue que hay un pacto unilateral de no agresión (tregua) entre “la Oficina” y “los Urabeños”.
¿Entonces, si no lo hubiese? Esta es una mezcla que forma un coctel bastante explosivo que no sabemos adónde pueda llevar.