Lo recuerdo ahí, sentado en la acera. Podría ser, en el calor canicular de este pueblo a orillas del Cauca, una diminuta sombra más bajo los aleros. Pero tiene una cara teñida de pálida ternura, unos ojos en los que se asoma una limpia mirada de triste inocencia y, en los labios, las huellas aún vivas de una alegría infantil que empieza a marchitarse. No tiene más de diez años.
"Le cuido el carro" -me dice. No pide limosna, no suplica, simplemente ofrece un servicio. "De eso vive -comenta el dueño de la heladería a la que hemos entrado a tomar un refresco. También vende todos los días boletas para una rifa. Los hermanos se fueron y él vive solo con la mamá, que es inválida. A él le toca buscar el sustento. En la casa la mamá, desde la cama, le va indicando cómo hacer la comida en el fogón.
Este niño es el hombre de la casa, el jefe del hogar. Cuando se despidió y se perdió calle arriba, al hombro el bultico de mercado que le compramos con mi esposa en la tienda de enfrente, detrás de su dulce sonrisa infantil agradecida vi de pronto un niño envejecido prematuramente. Y ahí sigue en el alma, en la conciencia, su imagen como un reclamo, como un grito silencioso.
Un grito y un reclamo que, por supuesto, no se puede conjurar con una simple compasión sino que toca el diente podrido de la injusticia social. Porque esta historia es vieja pero se repite hoy, como todos los días, en nuestros pueblos, en las calles de nuestros barrios, a la vuelta de muchas esquinas de nuestra ciudad opulenta. La pobreza, la miseria, el abandono, el desamparo.
Con razón el Papa Francisco fustiga la injusticia social de este mundo rico y globalizado y retoma las huellas del "poverello" de Asís. Sin justicia social, sin equidad, no habrá nunca paz. Juan Pablo II, ya había dicho: "Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de la guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz duradera. Está condenado al fracaso cualquier proyecto que mantenga separados dos derechos indivisibles e interdependientes: el de la paz y el de un desarrollo integral y solidario".
Cierro los ojos. Revive la cara de ese niño pobre que vi envejecer de repente hace ya años. Y recuerdo lo que dijo el obispo brasileño, Dom Helder Camara: "Si uno le da comida a los pobres dicen que es un santo; si pregunta por qué son pobres, le dicen a uno que es comunista".
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