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Los encapuchados

16 de septiembre de 2008
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Cuando aquella mañana inolvidable salieron de los arbustos del jardín los tres encapuchados, al comienzo pensé en unos amigos en plan de bromas que quizás traían una botella de champaña para celebrar después del susto. Hasta aguardé que hicieran, buu, con perversidad infantil. Vine a entender al sentir los puñales en mi pescuezo que eran unos tímidos atracadores veredales temerosos de mostrarse.

En ocasiones los encapuchados son simples estudiantes de filosofía con ínfulas de héroes que excluyéndose de la comunidad de los rostros declaran la rabia, el miedo y la vana erudición política, la más tóxica de las triacas. Un amigo me contó su experiencia. Primero sintió un golpe en el automóvil cerrado, una explosión, y en el aturdimiento que siguió se asombró de estar vivo en un humo amargo y negro. Una sombra huyó a la impunidad de la universidad. Nadie. Una cosa sin rostro. Si quería humillarme, lo consiguió. Se dijo impotente.

La mentira no es un privilegio humano. Es un recurso arcaico de la vida. La mimesis de la salamandra, las mujeres que se visten como mariposas, las flores que seducen las moscas con efluvios y las devoran, el plumaje de las aves en celo forman parte del mismo impulso. La vida es fascinación. Hechicería. Un baile de disfraces. Todo conspira para el engaño. El maquillaje que es la retórica del rostro, y la palabra que vela y revela. Y la capucha.

A veces el encapuchado amenaza con una deformidad, una nariz hiperbólica, una lepra impublicable. Pero la capucha no sirve siempre al pudor como el velo de aquella señora que cubre por siempre las marcas de la viruela en una novela inmortal, para precaverse de la compasión o el asco. Ni tiene siempre un sentido penitencial.

En la feria de vanidades del mundo las jerarquías se revisten de charreteras, armiños, mitras, coronas que aumentan la estatura; y unos pobres mortales que van al sanitario, tosen y tienen pesadillas, se resignan a ser simbólicos y a montar en coturnos. Las galas del revestido remedan en el plantígrado desnudo que representamos al gorila cuando eriza el lomo para parecer más poderoso, o cumplen la función del moco del pavo. En el fondo toda seriedad es triste. Toda pompa tiene algo fúnebre.

El antifaz, la máscara, la capucha, agravan el enigma de la persona. Nadie se acostumbra a esos vascos rechonchos, a esos santos incomprensibles del Islam con pasamontañas, a estos guerrilleros suramericanos detrás de sus capuchas con leyendas. Son odiosos.

Exigimos un contradictor que se nos asemeje, no un espantajo agregando otra mentira a la de su cara de costumbre. Convertido en ninguno el encapuchado amenaza con la imposibilidad del reconocimiento.

Carlos Ossa Escobar, rector de la Universidad Distrital de Bogotá, cree que las capuchas en sus predios son un ejemplo de tolerancia. Pero la capucha es casi siempre un mal hábito. Ojalá no acabe creyendo, en su cándido liberalismo, que los encapuchados ocultan sus rostros por humildad, en ademán de desprendimiento monacal o de modestia incendiaria. Todo encapuchado es sospechoso. Y debería ser interrogado sobre sus intenciones, pues ofrece una presencia tan opaca.

Alguien que apela en el debate a la capucha se concede una inmunidad espantosa, una ventaja atroz. Nos afrenta anticipándose irresponsable de sus acciones. Aterra con el uniforme del gremio siniestro de los verdugos.

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