Los guacucos llegan vivos al mercado de Riosucio. Ibio Valencia Acosta, pescador que por más de treinta años ha sumergido su trasmallo en las aguas pardas del Atrato, cerca de Curvaradó, está atento a que el fondo de su canoa mantenga inundado.
Lleva también dentones, doncellas, mayupas, quícharos y, claro, "el tesoro más grande de estas aguas: el bocachico".
Su experiencia le dicta que el bocachico lo puede llevar en racimos de a seis o siete unidos por un gancho de carnicero, sin refrigerar; las otras especies las debe almacenar en neveras de icopor, y el guacuco es preferible llevarlo vivo. Todo, para que no se descompongan. Los peces se revuelcan en el piso de madera de su embarcación sin nombre.
Dirige su bote a la plaza de mercado, que en Riosucio, por lo menos la mitad, está destinada a los restaurantes. "Ole, Ibio, ¿traes doncella?". Le pregunta una de las cocineras, mirando el río por la ventana de su establecimiento de madera. "Sí, sí traje -le contesta el pescador sin mirarla, con los ojos puestos en el agua para estacionar bien su barca, sin golpearla con otras que están aparcadas-. Pero no te la puedo vender, no; esa doncella ya tiene dueña. Te vendo dentón, te lo doy a tres mil; o mayupa, te dejo cinco por cinco mil. Si quieres, mañana te traigo doncella". "¿A cómo me la das?" "¿La doncella? A tres mil y tiene más de un kilo".
Ibio se encamina con la nevera al hombro y un costal lleno de pescados hasta el negocio siguiente, el de Celina, la dueña de las doncellas y de casi toda su captura. "No, Ibio, no -le dice la mujer por todo saludo-. Déjame el bocachico afuera, en la balsa, que voy a relajarlo y a arrollar la mitad de ellos".
Arrollar bocachicos es como tasajearlos. Celina sale con el cuchillo largo de la cocina y se sienta en la balsa. Apoyando sobre la tabla de balso, toma uno a uno los ejemplares y les va haciendo cortes a lo ancho cada dos centímetros, que van casi hasta la tabla, pero cuidando de no partirlos. Arrollar los pescados cuando se van a preparar fritos, dice ella, sirve para partir las espinas pequeñas, "las más peligrosas; no quiero tener un incidente en mi comedor".
Distinto es cuando va a preparar el tapado de bocachico, "mi especialidad". Es el mismo viudo de pescado. "Hoy viene visita de la Gobernación de Chocó -explica- y me encargaron tapado de bocachico, con jugo de borojó. Ya mandé traer los aguacates".
Afuera, habiendo techo
En Quibdó, Domingo madruga a instalar su puesto de plantas medicinales. Como la mayor parte de los vendedores de la plaza, no usa el edificio; su venta está afuera de él, cubierta con un quitasol de colores. Organiza las plantas en poncheras de plástico y aluminio. "Llantén, para la hipertensión arterial; botoncillo, para el hígado; celedonia, en jugo con aceite de higuerilla, es vermífugo para expulsar los gusanos y parásitos intestinales; Santa María Boba, esa de hojas anchas, tiene usos culinario y medicinal: cura el dolor de cabeza, pero yo la hiervo y tomo su jugo como refresco, y el churco, para curar las erupciones de la lengua y el paladar que les dan a los niños muy pequeños...". Hombres y mujeres a su alrededor arman sus ventas de frutas y verduras, también en poncheras.
De vez en cuando pasan niños cargando una ponchera en la cabeza. "¡Tripa ahumada!" Es uno de los elementos culinarios propios de Chocó. Según cuentan, es tripa de res, la cual lavan y trenzan y ponen a ahumar por dos o tres días en un fogón de leña. No pocos la compran para preparar sancocho de tripa con cilantro salvaje, que también vende Domingo.
Al lado de la acera se ve una hilera de mujeres sentadas en butacas de madera, con su ponchera entre las piernas vestidas de falda larga. Algunas de ellas tapadas apenas con una sombrilla. Es su preparación para protegerse del Sol opaco o del aguacero intempestivo que se suelta en cualquier momento. Chontaduro con sal, patacón con queso. Con ese hablar lento y alegre de los chocoanos, llaman la atención de los peatones que pasan de largo: no es posible seguir sin intercambiar con ellas al menos una sonrisa.
El mercado es un lugar bullicioso. A las voces de los negocios, del regateo y a las de los vendedores de tinto, de pescado frito, se suman las que llegan del río, de barqueros que descargan plátanos, y de la calle, de pregoneros de buses que pasan despacio anunciando a gritos los barrios de destino. Y los olores también entran en conjunción: pescado crudo por aquí, frito por allí; hierbas más adelante y frutas aun más allá.
Salir de la plaza, del animado barullo, parece un despertar. Volver a la realidad de un pueblo que sigue en su sitio. Hombres y mujeres van o vienen, de la iglesia en la que suenan las campanas, adultos que pasan con herramientas o paquetes y de estudiantes que van en corrillos hacia el colegio.
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