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La droga lo dejó ciego y sin embargo resultó pintor

SE LLAMA CARLOS Alberto Serna y de joven se proyectaba como arquitecto, pero las drogas y las calles le robaron veinte años de vida.

22 de mayo de 2010
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Que fácil se le oxida a uno la vida, Carlos, y la vida vale oro, cómo dejarla perder así no más, por un bazuco!

Pero a muchos les pasa. A cientos o miles que andan por ahí, pisando piso, descalzos y desarrapados, cuando mejor podrían tenerlo todo en un hogar: seguridad, cobijo, comprensión, comodidades y algo mucho mayor que todo eso: amor.

Y sin embargo, veinte años se tardó Carlos Alberto Serna para entenderlo, para darse cuenta que por entregarse al vicio perdió las mejores opciones de la vida, que las tenía a la mano.

"Sí, lo reconozco. Yo soy hijo de una familia muy bien, de profesionales, tengo una hermana abogada, otra administradora de empresas, un ingeniero de sistemas, dos promotoras de ventas y mi papá es un líder social. Tuve buenos trabajos, pero me dejé arrastrar".

¡Claro! Porque perderlo todo poco les importa a los que deciden someterse a las drogas, que es como venderle el alma al diablo y entregar la voluntad.

Carlos lo reconoce y por eso, a ratos, mientras relata el drama de su vida, mira al suelo, como escarbando en la nada una respuesta que lo convenza a él o a su interlocutor de que al fango es facilito caer y nadie puede ufanarse.

Tal vez sea así, pero es que se hunde más ligero el que no combate la soberbia, ese otro demonio que se mete adentro y que también decide por la gente.

"Es así, yo no le hacía caso a mi familia. A mi mamá, a la que hice sufrir tanto, le decía: no insista conmigo, déjeme morir, que yo voy a morir tirando droga, ella lloraba y a pesar de eso nunca dejó de darme la mano. Todavía la recuerdo cuando yo estaba por ahí tirado en una acera, con hambre y con frío y ella pasaba por mi lado, me llevaba comidita, ropa y la liguita, liguita que yo desperdiciaba en vicio. Con toda razón mi familia le reprochaba, yo tenía esa especie de soberbia del vicioso, que se vuelve solitario y no le importa sino él, conseguir pa'l bazuco".

A sus 45 años, Carlos tiene tal vez más recuerdos que vida. A ratos, pareciera que quisiera llorar. Pero el proceso de resocialización que emprendió hace dos años le ha dado firmeza y fortaleza. Y si bien ríe muy poco, muy escasamente, se le nota que ha empezado a escribir otra historia de su vida.

Hace treinta años era un sencillo estudiante de colegio y, como todo joven, tenía una cualidad especial que sobresalía entre los demás compañeros: era un excelente dibujante, tenía el pulso para hacer trazos perfectos y ni él se explicaba de dónde le había salido ese don tan especial.

"Yo dibujaba lindo, incluso hice dos meses en Bellas Artes, porque quería ser pintor, pero cuando me dieron para pagar el tercer mes me gasté la plata. Me salí de estudiar, estaba en segundo bachillerato y me salí porque le cogí pereza al estudio, el alcohol y las drogas me halaban más", recuerda.

Y por esa virtud, por ese trazo, pintaba para arquitecto. Ese era el sueño de su padre, don Jesús María, quien no habría tenido problema en costearle los estudios.

"Él siempre tuvo ese talento, se lo reconocían en todas partes y yo quería algo grande para él", dice este buen padre, que ahora acogió en su casa a un Carlos prácticamente resocializado.

Pero qué va, el que se entrega al vicio no valora nada. Y como nadie le entiende que la adicción es una enfermedad, entonces termina desechado y olvidado por todos. Cuando se llenó la taza, ya nadie aguantó más y en cuestión de tres o cuatro años, Carlos Alberto se quedó sin nada.

Primero, por mal comportamiento perdió un puestazo que tuvo en el Ministerio de Defensa. Luego lo echaron del Municipio, donde fue empleado, porque sus jefes no aguantaron más sus llegadas tarde y su irresponsabilidad. Y al final recibió la estocada cuando en su casa la situación con él se hizo insostenible y se tuvo, ahí sí, que tirar a las calles.

"De eso hace veinte años. Estuve en las peores ollas: en Barrio Triste, Lovaina, las Cuevas y la orilla del río. Me tocó ver matar a muchos compañeros y a muchos que murieron por la droga. Robaba partes de carros hasta que salieron las Convivir y empezaron a matar amigos, me llené de miedo".

Entonces, ese temor lo llevó de aventura por otras ciudades, incluso al Cartucho bogotano, en donde duró muy poco. No sabe ni cómo, resultó de celador y electricista, pero el bazuco, de nuevo, les ganó la pelea a los cables y el bolillo y Carlos llegó al fondo. Narra que le tocó dormir en aceras y arrastrarse a lo más bajo.

Un día, de pronto, se quedó ciego por una infección, pero a los seis meses, casi milagrosamente, resultó viendo de nuevo por un ojo. Cuando se percató de que ya hasta la sangre se le estaba pudriendo, que ya ni las dosis de vicio le sentaban "bien", tomó la decisión de buscar la libertad.

Y en ese camino, de repente, resultó pintor, como si Dios le hubiera puesto una ruta llena de color para sacarlo del infierno.

"Sí, es un don de Dios, a mí nadie me enseñó a coger un pincel. Y mire los trazos, las formas definidas, el contorno, las perspectivas, las iluminaciones y las sombras, creo que en la pintura encontré la mejor terapia para dejar la adicción".

Así es. A sus cuadros, sin ceñirse a una escuela, se les nota el manejo de las técnicas pictóricas, en vinilo sobre lienzo, y un trazo casi perfecto que resulta bien extraño para una persona que sólo ve por un ojo.

Él quiere abrirse camino en este arte, que alguien le dé un espacio para exponer su obra, sean la Alcaldía o el Concejo, y constituirse en un ejemplo para los que luchan por abandonar las calles.

Ya ha logrado la etapa del egreso productivo, esto es, no está ingiriendo ni alcohol ni alucinógenos y vive en la casa de su padre.

Sabe que ya, por su edad y su ceguera parcial, le será difícil volverse profesional de la arquitectura, pero tiene una respuesta que convence bastante:

"Ahora soy arquitecto de mi propia vida. El edificio no será de cemento sino el de mi alma. Les pido perdón a los que ofendí y les hice daño y les agradezco a los que me ayudaron. Salir de ese infierno sí se puede. Eso sí, el apoyo familiar y social son fundamentales. Sin eso, no hay nada...".

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