Esta semana se conmemora el 61 aniversario del asesinato del caudillo liberal populista Jorge Eliécer Gaitán; éste fue el detonante que aceleró y expandió la violencia política entre los partidos liberal y conservador, durante ese largo ciclo de enfrentamientos sectarios que causó más de doscientos mil colombianos asesinados y que parcialmente se cerró con el gobierno militar del General Gustavo Rojas Pinilla, la desmovilización de la guerrilla liberal y posteriormente con el período de democracia restringida conocido como el Frente Nacional.
Pero ese hecho doloroso dejó improntas negativas en nuestra cultura y dinámicas políticas: acentuó esa cultura política dogmática y sectaria que ha marcado tanto nuestra vida política, la que rechaza la diferencia, la que considera que el otro no es respetable como adversario político y por lo tanto hay que criminalizarlo y eliminarlo, la que considera la diversidad como algo pernicioso, en fin, esa cultura política premoderna que ha dificultado tanto el aclimatamiento de nuestra democracia.
También ese hecho trágico contribuyó a reforzar esa tendencia, sin duda distorsionada y perversa, que ha marcado mucho nuestra vida política, que supone que la violencia tiene algún tipo de legitimidad para conseguir objetivos políticos -trátese de guerrillas de discurso de izquierda, de paramilitares de derecha, o de esa mezcla de tipo mafioso que hemos conocido como la parapolítica- y que en buena medida ha sido uno de los obstáculos para dejar definitivamente atrás esa incómoda compañera que hemos tenido en la política colombiana: la violencia.
Porque recordemos que en sus orígenes las guerrillas que surgen en los 60 y que van a marcar todo este período de violencia de la historia colombiana, tienen raíces muy claras con las guerrillas liberales gaitanistas: el propio Manuel Marulanda, fundador de las Farc, fue inicialmente un guerrillero liberal de la época, igualmente uno de los fundadores del Epl en el Alto Sinú y Alto San Jorge fue Julio Guerra, el líder de la guerrilla liberal de la región, y en la fundación del ELN se incorpora un grupo de las guerrillas gaitanistas de Rafael Rangel en el Magdalena Medio santandereano, que no se había desmovilizado. Es decir, seguimos cargando con parte de los impactos negativos que ese magnicidio produjo en la vida política colombiana.
Posteriormente usar el magnicidio político va a ser una constante por diversos grupos violentos, especialmente por los paramilitares que jefes del narcotráfico como Pablo Escobar y Rodríguez Gacha utilizaron como su máquina de guerra contra las instituciones del Estado alrededor del tema de la extradición, quienes lo utilizan reiteradamente como lo recuerdan los casos de Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, el Procurador Carlos Mauro Hoyos y tantos otros. Pero que desafortunadamente parecen persistir como modalidad criminal en el campo de la guerrilla, cuando se descubren planes de atentar contra el Ministro Juan Manuel Santos y su hermano el periodista Enrique Santos, y que todos los colombianos debemos condenar. En fin, el genocidio contra los miembros de la Unión Patriótica es parte de esa herencia de utilizar la violencia para eliminar al adversario político.
Es muy importante reflexionar sobre el impacto negativo que el asesinato de ese gran líder implicó para la política colombiana. Y esto es de gran trascendencia cuando se vuelve a hablar de buscar soluciones políticas al conflicto armado colombiano, que consideramos son necesarias e indispensables, pero que no pueden ser reiterar los ensayos fracasados del pasado. Por ello un necesario debate del momento es cómo cerrar este capítulo de violencia en la política colombiana. Sabemos que no es volver al fracasado ensayo del Caguán, ni a las zonas de despeje, ni a considerar que con la guerrilla se deben negociar temas que involucran a sectores sociales de nuestra democracia. Pero no hay claridad sobre qué es una salida política hoy.
*Profesor Universidad Nacional
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