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El hombre negro de negro

25 de enero de 2009
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En todo acto de aclamación suele haber sólo dos protagonistas: el líder y la masa, el uno y la multitud. Dígase este 20 de enero, en Washington, donde un hombre recién salido del anonimato encarnó una esperanza mundial y una masa palpitante de dos millones de personas se congregó a su alrededor en la gran explanada donde están los símbolos de la nación estadounidense. Cualquier otro personaje en la escena tenía que ser convocado por ese uno: Obama juró sobre la Biblia de Lincoln y citó extensamente a George Washington.

Algunos fotógrafos detallistas intentaron colocar por instantes los reflectores en lugares distintos al estrado y la arena. Hubo tribunas y una de ellas para invitados especiales. Figuras de la política que creíamos muertas, caras de la farándula que pensábamos que sólo aparecían en MTV, ilustres desconocidos. En el fondo alguien sorprendió a un hombre de negro, con una gabardina negra que le cubría el cuerpo hasta el mentón y un sombrero negro embutido hasta la nariz de su cara negra. Se protegía del frío, quizás también de las cámaras o de la ostentación, la cabeza inclinada, y a su lado una mujer negra vestida de negro de quien dijeron que era su esposa.

No obstante a ese hombre le es imposible esconderse. Tanto como era impensable estar allí, pero estuvo. Se llama Muhammad Ali. Pocos hay que congreguen alrededor de su vida mayores desafíos y signos que puedan resumir la vida y el sufrimiento de los descendientes de los esclavos en América. Nacido Cassius Clay renunció al apellido de los antiguos amos y eligió un nombre de hombre libre; nacido cristiano abrazó la religión de Mahoma; en medio de la guerra más dura de la Guerra Fría se declaró objetor de conciencia y no fue a Vietnam; siendo el máximo boxeador del mundo se sometió a que lo despojaran de sus títulos e, incluso, de la posibilidad de ganarse la vida en los cuadriláteros.

Convirtió su causa en señales indelebles de su personalidad y de su biografía. Y defendió a su gente como atacando, con arrogancia y temeridad. En los tiempos de la segregación se declaró "el más bello" y en la era de la supremacía blanca dijo que era "el más grande". A la distancia de cuarenta años queda más claro que no se trataba de insolencia personal sino de un manifiesto político encarnado en un mito viviente de la cultura popular.

Muhammad Ali está a mitad de camino entre Malcolm X y Martin Luther King. Desafiante pero pacifista, profundo pero agitador de masas, protagonista pero sobreviviente, héroe sin visitar la tumba. Vencido por el Parkinson, no puede levantar la cabeza ni modular su voz otrora poderosa y urticante. Si no se dejó vencer por los mayores poderes de la historia, nada le podía impedir estar a cielo abierto, varios grados bajo cero, siendo testigo de una ilusión inconfesada. ¿Le vería el joven presidente? ¿Le recordaría al político inexperto que él ha llegado a la cima por una autopista que otros abrieron y pavimentaron? ¿Cuánto le debe Obama a esa sombra negra sumergida en la tribuna de invitados?

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