Los escritores escriben porque, lo dicen y lo repiten, no pueden hacer otra cosa. Las palabras son su mejor manera de encontrarse, de decir y de quedarse callados.
El día del idioma celebra ese momento en que las palabras se encuentran bellamente, precisamente, perfectamente. Cuatro escritores antioqueños que lo supieron, y lo saben hacer. Cuatro indispensables.
EPIFANIO MEJÍA
“Yo no hablo español sino antioqueño”, es la célebre frase de Epifanio Mejía Quijano. Más que de libros y autores, su influencia era directamente de la naturaleza.
Según el padre Félix Restrepo, quien compiló su obra, unos 70 poemas, en poco más de 30 años que vivió en el manicomio de Medellín, “el poeta se imaginaba vivir en el mejor de los mundos. Persuadíase que había terminado un gran poema, la historia del mundo desde la creación, y decía: ‘A Yarumal llegarán unas catorce cargas con mis poemas’”.
Y el poeta Carlos Alberto Valle Sánchez comenta que su “plenitud poética se remonta al año de composición del Canto del Antioqueño, por la aparición en esa misma época de sus más elaboradas poesías: La Tórtola y La Muerte del Novillo.
MANUEL MEJÍA VALLEJO
Manuel Mejía Vallejo no separó la literatura de la vida. En los últimos años hablaba con sus personajes: Otilia, Medardo, Efrén Herreros, Zoraida... Y sus allegados creen que era un ser poseído por las historias. Dora Luz Echeverría, su esposa, dice: “Su obra fundamental es Las noches de la vigilia. Le permitió llegar a la complejidad realista de sus libros posteriores”. Juan Diego Mejía, discípulo de su taller de escritores, revela que su preferida es Aire de tango. “Lo que le ocurre a Jairo es una metáfora de lo que le ocurría a Medellín”. Darío Ruiz Gómez dice: La mejor es Tarde de verano. “Es esa novela se siente el pálpito de un pequeño pueblo y se percibe el hálito de las cosas. El personaje que recuerda es más importante que el narrador”. Añade: de él “muchos creían que era un provinciano inculto, pero esto es falso. Tenía gran conocimiento de la novela. Fue gran lector, pero ocultaba su cultura”.
FERNANDO VALLEJO
Hubo un momento en el que Fernando Vallejo dijo que no iba a tener más libros en su casa. Que cuando quisiera uno iba a ir a la biblioteca. “Entonces yo creo que casi ni le gusta que uno le regale libros, porque él no quiere leer libros”, dice William Ospina. Todo pese a que Vallejo es un buen lector, aunque haya dejado de leer. “Hombre, desde que yo empecé a escribir hace 25 años dejé de leer literatura. Solo leí libros científicos. Ahora no quiero leer más. Llevo un año y medio sin leer. Y no tengo ganas de volver a leer”, dijo en una entrevista a El Colombiano en 2008. Eso es típico en Vallejo, el autor de La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. Por eso hay tantas palabras con las que suelen describirlo: el ateo, el irreverente, el polémico, el iconoclasta, el incendiario, el provocador. El hombre que defiende perros y gatos, por encima de cualquier cosa, estrena libro: Peroratas.
TOMÁS GONZÁLEZ
Tomás es el dueño del silencio. Es callado. Es espiritual. Es pesimista. “Desde niño ha sido tímido y reservado”, ha contado Álvaro, el hermano. Tímido no significa mal conversador. Es el Tomás que escribió La luz difícil y Abraham entre bandidos, que si puede usar para decir lo mismo tres palabras en lugar de cinco, usa tres. Es el Tomás que vivió en Nueva York y que cuando volvió, hace pocos años, algunos lo llamaron el joven escritor y eso que tenía 50 años. Durante mucho tiempo fue el secreto mejor guardado de la literatura colombiana, pero ya es uno de los más importantes. Rosario, la hermana, recuerda que es “un ser de quietud”. De niño jugaba fútbol y hacía de arquero porque, contó Tomás en una entrevista, “cuando el equipo es bueno, el arquero se puede hasta sentar”. Un Tomás que escribe para sobrevivir (lo ha dicho así), para contar lo que le pasa.