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El café oportuno, el que sale al paso

El Día de Tomar Café hablamos con vendedores de la calle. Suman su oferta a la de bares de tradición y de moda.

  • El café oportuno, el que sale al paso | Pedro Cárdenas ronda con su carretilla por el centro. Agentes de Espacio Público le han quitado cinco carritos. Al actual le ha invertido más de 90 mil pesos en refuerzos de hierro. FOTO ESTEBAN VANEGAS
    El café oportuno, el que sale al paso | Pedro Cárdenas ronda con su carretilla por el centro. Agentes de Espacio Público le han quitado cinco carritos. Al actual le ha invertido más de 90 mil pesos en refuerzos de hierro. FOTO ESTEBAN VANEGAS
26 de junio de 2014
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Como las ganas de café no se planean; el deseo de sentir el sabor, de percibir el aroma y de disfrutar el efecto estimulante de la bebida más colombiana no se agenda, resulta conveniente encontrar a los vendedores en cualquier parte. Que estos salgan al paso, oportunos.

Empujando su carretilla por el centro de la ciudad va Pedro Cárdenas. Quince termos de colores ocupan el compartimiento más alto del carro, apenas superado en altura por un pequeño cajón de cigarrillos y golosinas.

"Es que si no hay cigarrillos, hombre, algunos clientes no me compran el tintico", comenta este vendedor, quien tuvo que abandonar su pueblo natal, Mutatá, desde 1996.

"No hay que saber mucho para entender que el centro de la ciudad se llenó de vendedores ambulantes por el desplazamiento forzado".

Y este es su caso. En la puerta de Urabá —"el pueblo con el río más bonito de Colombia", comenta orgulloso— tenía un kiosco en el que vendía bebidas y comestibles; no café.

Él debió venir a Medellín con su familia, poner el negocio ambulante, aunque sin café, hasta que en 2005 se decidió a vender la aromática bebida. "Aunque tenemos mucha competencia"; hay vendedores de café andando por todos lados como un enjambre de termiteros —en este caso, portadores de termitos—, encontró que el negocio le daba ganancia. Y no sintió pereza de levantarse antes de las tres de la madrugada para bajar de su casa encumbrada en la comuna trece.

"Llego al guardadero de la carretilla a las cuatro, lavo los termos, que dejo desde la tarde anterior vacíos y reposando, subo a surtir donde Ramón Ciro y comienzo mi faena".

Porque Pedro Cárdenas no prepara su bebida. La compra hecha. Por más de diez termos de café negro que despacha, solo vende dos de café con leche, que entre nosotros se llama perico.

Creatividad
Ramón Antonio Ciro es quien hace el café. Es un paisa repaisa, de esos que no se arredran ante las adversidades, y dueño de una animada locuacidad que entretiene al más aburrido. Tiene su kiosco en el pasaje peatonal de Boyacá con Palacé, a un costado del Parque de Berrío. Es un pequeño cubículo de cemento y tejado de hojalata, asignado por la Administración Municipal. En sus aleros está marcado el nombre Sabor Café, adornado con pocillos humeantes pintados entre las palabras.

Este kiosco es punto de distribución y venta, explica. La fábrica está situada a dos cuadras de allí.

Después de haber trabajado en Urabá y Arauca, de tener en distintas épocas un restaurante, una fábrica de traperas y una cafetería en Itagüí, decidió vender la última para tomar el kiosco que un amigo estaba dejando arruinar.

"Creatividad. Yo puse la venta por pura creatividad. Cuando tomé este local, mi señora y yo pensamos que en un sector donde venden tanto café, el mejor negocio estaba en fabricarlo, porque casi ninguno de los vendedores prepara su bebida". Un receptor de radio cuelga del alero. Amplifica una emisora musical.

"Cada media hora, una trabajadora me trae una carretilla con 23 termos". Recién hecho. El café que se compra en las carretillas es instantáneo. Aunque a veces, cuando a un vendedor se le acaba y está lejos de Sabor Café o de alguno de los proveedores habituales, lo compra en un bar, porque en los bares siempre lo mantienen fresco.

Cualquier hora es buena
Desde la ladera opuesta a la de Pedro, la Oriental, Octavio Arias baja cada mañana. Este también fue desplazado hace veinte años.

Aunque no lo desterraron de un pueblo apuntándole a la testa con el cañón de algún arma, como a Pedro, sino que, mediante una carta, lo desplazaron de un empleo estable. Y vagó sin rumbo, desesperado, sin saber qué camino coger, con dos hijos apenas saliendo de sus caparazones, como se dice. Hasta que, luego de pensarlo mucho con su esposa, Blanca Rosa, decidió que pondría un puesto en la calle. Un puesto de cigarrillos y comestibles. Y dos meses después, ensayó con el café, y aquí lo tienen.

"Usted sabe, uno no estaba acostumbrado a la calle, a lidiar con el Sol, con la lluvia, con los ladrones, con la policía de Espacio Público...". Pero qué tal que no existiera la adaptación. Ya tiene permiso de las autoridades para estacionar su carrito en la esquina de Colombia con Palacé.

No madruga; más bien trasnocha. Descubrió hace tiempos que todas las horas son buenas para vender la bebida. Es mejor esperar que avance la mañana y el centro se llene más de gente, dice, y, bueno, que se alboroten las ganas de café. Abre su negocio a las diez, alista un vaso desechable, da dos vueltas a la tapa de uno de los termos sin abrirlo del todo y se sirve un aromático tinto para sí, que disfruta sin afanes.

"Yo cambié el trago por el café. Usted sabe, uno le va buscando a la vida y se va acomodando".

Una mujer elegante, vestido florido, maquillaje tenue, aretes dorados, cabello cepillado, tacones brillantes, bolso de cuero, algunos folios apretados entre el brazo y el costado, se detiene ante el puesto de Octavio Arias. Saluda y deja ver dos hileras de dientes blancos y uniformes. No tiene que decirle nada al vendedor para que él le sirva un café, que le entrega junto a una menta. La mujer guarda el dulce en el bolso y disfruta su bebida bajo la sombra de un almendro. Aún tiene unos minutos antes de llegar a la audiencia.

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