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Cutucutu en el ascensor

10 de diciembre de 2008
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Doctor Horacio Gómez Aristizábal, salud.

¿Quién nos devolverá los 30 minutos de vida que perdimos siete bípedos que quedamos atascadas en un vetusto ascensor del edificio Corkidi, en Bogotá, donde funcionan sus oficinas de próspero penalista? ¡Qué desperdicio pasar media hora con la vida pendiente del "hórrido abismo" que nos separaba del suelo!

Éramos cinco los caballeros, dos las damas, una de ellas con la menopausia alborotada, según confesó. A bordo íbamos varios anDROP  áusicos, con superávit de cutupeto ante la perspectiva de terminar convertidos en puré.

Íbamos a la despedida de su amigo el saliente embajador de Marruecos, Mohamed Khattabi. Los claustrofóbicos empezamos el monótono ascenso al Everest de su oficina, ametrallada de diplomas. Marcamos el piso cuarto, pero el aparato desobedeció. Quedamos en una patria boba en la que no sabíamos de qué piso éramos vecinos.

El tiempo seguía su andadura. El ascensor no. A bordo nos íbamos poniendo pálidos. Alcanzamos a arrepentirnos de todo. Un ateo volvió a creer en Dios. Pegamos gritos, nos agarramos de la campanilla, de Santa Rita, abogada de imposibles. Nada.

Un penalista reposado llamó por celular a su oficina a implorar auxilio. La ilusión era escuchar los discursos del embajador y del consejero presidencial José Obdulio Gaviria, la estrella invitada.

A bordo del ascensor abundaban los chistes dizque para liberar estrés. Mi profesor de latín y griego, Camilo Orbes, recientemente sometido a una cirugía de corazón abierto, exigió silencio porque nuestros salvadores podrían asumir que estábamos güetes, esperando lo peor.

Las damas de a bordo contaron que ese ascensor había fallado antes. Una oficina de abogados, sin ascensor confiable, tiende a la quiebra como cualquier pirámide. Felizmente, algunos de sus invitados se pellizcaron. Llamaron a la administración. "El mecánico ya viene", tronó por fin una voz acostumbrada a sostener monólogos con ascensores.

Finalmente se oyeron voces y golpes en la puerta del maltrecho armatoste. Metieron palancas y, Alá sea loado, fuimos rescatados. El ateo volvió a sus trotes.

Salimos todos al tiempo del aparatejo y nos dirigimos a su oficina donde nadie nos esperaba. Sus invitados estaban agotando el bar, adulando y pasándole hojas de vida a José Obdulio. Y nosotros que esperábamos tener nuestro cuarto de hora de fama. Nos hacíamos firmando autógrafos. Declarando para la televisión. Alcanzamos a "lucir" la Cruz de Boyacá en calidad de héroes. Pero los vivos no son noticia.

Media hora dentro de un ascensor que se atasca seguido de frisoles con espaguetis y discursos, incluido el suyo y el de José Obdulio, ameritan indemnización. Espere noticias de mis abogados. O arreglan el ascensor o no más frisoles que envidiaría Olga Duque de Ospina, otra de sus invitadas. No esperemos tragedias para "tomar medidas". ¿Y si el atrapado hubiera sido el doctor José Obdulio? ¿Se imagina la seguridad democrática sin su ideólogo por culpa de un desvencijado ascensor?

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