Pocas veces se había visto una campaña presidencial tan agresiva.
La procacidad del lenguaje político no se ha querido desterrar a pesar de las amargas experiencias que tiene Colombia en las confrontaciones partidistas.
No se ha criticado con argumentos sino que se polemiza con agravios. La guerra sucia en la campaña ha enlodado reputaciones de los protagonistas lo que la ha ido convirtiendo en drama. Las difamaciones y mentiras convierten la controversia en un ejercicio dialéctico indecente.
Cuando el país escribió las peores páginas de la historia de la violencia entre los partidos, fue por cuenta del lenguaje insultante. Este colmó la lucha política en plazas públicas y Congreso. Se salieron de madre las pasiones. Los más bajos instintos coparon los alegatos. Los muertos se daban por centenares en campos y pueblos. La radio –como hoy lo hacen las redes sociales con sofisticada tecnología, mensajes injuriosos y "hackeo"– transmitía las peores consignas y resumía las más grotescas frases que figuran en la jerga de los antros delincuenciales.
Quien quiera recordar épocas sombrías –verdadera vergüenza nacional– no es sino que abra el texto "La modernización en Colombia", de James D. Henderson, publicado por la editorial de la Universidad de Antioquia, para que mire hoy cómo en el actual debate se están reflejando las huellas de ese ayer deshonroso.
En la gallera colombiana se ven hoy aves de cetrería como el de un columnista de El Tiempo, exministro y exembajador en el gobierno de Álvaro Uribe, que compara a este con Pablo Escobar. Para escribir semejante despropósito no tiene escrúpulos ni lealtad. Después el mismo jefe de Estado no tuvo vergüenza para poner en pie de igualdad al uribismo –a quien lo consideró heredero del neofascismo y del neonazismo– con la banda de los urabeños. Luego, otro exministro de Estado y ahora excolumnista de El Tiempo llama "truhán" a Santos y lo sindica de mantener "tenebrosos contactos" con gente de la peor calaña a través de un "hermano de bellaquería". El periódico, al final, rompe el equilibrio cuando con su silencio absuelve la columna del antiuribista y editorialmente repudia la del antisantista.
Hay 12 millones de dólares que alguien dice haber pagado por una gestión –suma ante la cual, el proceso 8.000 sería una cándida fiesta de primera comunión– que salpica a dos cercanos asesores del Presidente, y denuncias criminales tanto contra la campaña de Zuluaga por supuesto hackeo como de injuria y calumnia contra el expresidente Uribe, por acusar a la campaña santista de haber recibido dos millones de dólares de dudosa procedencia. Uribe recusa al Fiscal -que habría prejuzgado- y Santos sindica a Uribe de perjurio. En resumen, la Fiscalía, diligente para meterle el diente a las sindicaciones contra el uribismo, no parece percatarse del giro de los 12 millones de dólares.
Con esta vocinglería y reedición de un pasado turbulento, llega el país a elecciones presidenciales. En medio de este remolino de instigaciones, de acusaciones, de invectivas –que parecen sacadas de una conferencia del provocador escritor Fernando Vallejo– se ha movido un debate demencial y delirante que comprueba, una vez más, que en Colombia la política se judicializó y la justicia se politizó.
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