"Cuando la madre Laura caminaba por las calles polvorientas de Santa Fe de Antioquia a finales de la década 1930, las monjas que la acompañaban le tenían que llevar una silla para que se sentara a descansar. Era tan corpulenta su humanidad y se agotaba tan rápido, que no aguantaba una cuadra sin que tuviera que parar y sentarse".
Así recuerdan la figura de la Laura Montoya Upegui los esposos Otoniel Gómez, de 90 años, y Aura Mora de 92.
Ambos han vivido toda la vida en la Ciudad Madre y conocieron de jóvenes a la Madre Laura cuando salía de su casa ubicada en la Calle del Medio, cerca al templo de Jesús, hacia la casa de la Contaduría del parque principal (hoy un centro comercial), o la imprenta que tenían al lado de la iglesia de la Chinca (donde hoy está el Hotel Plaza Menor).
"Cuando salía de la escuela y me la encontraba por la calle yo la saludaba diciéndole Madre, y ella nos respondía con una sonrisa muy dulce, porque era muy simpática y hasta buena moza…", recuerda doña Aura.
"La madre Laura era muy popular aquí, ella era bajita, robustica y hasta queridita; la gente vivía enamorada de ella, porque a pesar de tener su carácter, era muy amable cuando trataba a la gente", apunta Otoniel.
Cuenta que ella y su congregación enseñaron religión un tiempo en una de las escuelas del municipio, y que los padres de familia vivían felices con el catecismo que daban. También recuerda que a la ciudad venía mucho indígena de Dabeiba y Frontino, quienes la acompañaban a todas partes.
Testigos oculares
En Santa Fe de Antioquia aún quedan algunos testigos oculares de la vida de la Madre Laura, donde vivió entre 1927 y 1938, ya casi en el otoño de su vida misional.
Algunos de esos santafereños que hoy sobrepasan los 90 años tuvieron la providencia de conocerla en persona y admirar su obra evangelizadora.
Antes de morir a los 90 años hace un par de meses, el técnico de radio Julio César Duque contó que le tocó ver subir varias veces a la Madre Laura desde las playas del río Tonusco con un canasto lleno de frutas encima de su cabeza, donde la congregación tenía una finca. Así mismo que la vio salir muchas tardes con su delantal lleno de tinta después de terminar las publicaciones que salían de la imprenta de la Diócesis que su orden administraba.
Otra santafereña que la conoció fue Candelaria Castañeda, de 96 años, cuando la religiosa vivía en el parque de Santa Bárbara en la casa de Zoila Milán, que después pasó a manos de la familia Ochoa Vélez. "Lo que más recuerdo de la Madre era su figura bonachona y bondadosa que la hacia sobresalir entre las monjas y novicias, quienes siempre la acompañaban y la ayudaban a caminar por las calles del pueblo. Uno la veía andar con dificultad pero con una paciencia enorme para llegar a su casa", evoca con nostalgia la señora Candelaria.
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