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Obra Sígnos, 2014, realizada con sellos en forma de like, estampados sobre papel, de Mario Tachack Art.
Plataformas: tiempos de la música líquida
Hoy la música es portable, se escucha en teléfonos celulares y a través de aplicaciones con catálogos de más de 60 millones de canciones. ¿Cómo ha cambiado la experiencia para un melómano o para un artista? Estas son pistas para aproximarse al vigente modelo digital.
Santiago Arango Naranjo*
En los recientes tres años las inteligencias artificiales -IA- han compuesto canciones que simulan las voces de músicos fallecidos, como Kurt Cobain, Freddie Mercury, Amy Winehouse y Jim Morrison; aunque también de artistas vivos como Drake y Frank Ocean, quienes denunciaron en su momento los casos de plagio, algo tan común hogaño como un intento de estafa por WhatsApp, pues sólo una herramienta como Boomy, apoyada en IA, ha creado en dos años 14 millones de canciones. ¡La hipermúsica en todo su esplendor!
Algunos periodistas e investigadores la han llamado “música instantánea”, “música en la era digital” o “música líquida”, ligando este último concepto a esa idea de las sociedades líquidas propuesta por el sociólogo polaco Zigmunt Bauman, aunque en síntesis, la hipermúsica es un concepto que determina las nuevas formas de consumo, producción y promoción de la música en el escenario digital contemporáneo y que, en general, ha transformado con vértigo tanto el modelo de la gran industria -mainstream- como de los sectores alternativos e independientes.
Una muestra clara: los grandes sellos disqueros reevaluaron la figura de los promotores tras la piratería y la caída de las ventas de discos físicos, y después reformaron el modelo de negocio en sintonía con la mutación del ecosistema en Internet: catálogo digital, música para videojuegos, sincronización de canciones para películas o series, reproducciones en plataformas de streaming, contratos de artistas con participación económica por entradas a conciertos, entre otras transformaciones. En el caso de los músicos independientes, se abrieron otros canales de circulación como blogs, redes sociales, emisoras en línea, netlabels -sellos de discos independientes y digitales-, canales de video, estudios de grabación caseros, acceso a información y contactos de festivales en otros países.
“Las porteras a internet, los taxistas a internet...”
Como lo reflexiona con mordacidad en una canción el grupo español La Polla Records, “las porteras a internet, los taxistas a internet”, intentaré explicar con un ejemplo cómo el seguidor de una agrupación ha experimentado esa transformación impulsada por la hipermúsica:
30 años atrás para poder escuchar la nueva canción de Depeche Mode, Miguel Ángel, apasionado fan de esa banda británica, estaba supeditado a que el promotor de una disquera llevara un disco compacto a una emisora con ese sencillo del nuevo álbum, que se estrenara y luego lo incluyeran en la programación (si esperaba seguir escuchándolo); acto seguido, ese promotor entregaba para la copia el videoclip a un canal de televisión para ser presentado en programas especializados, como fue La música de Veracruz en Teleantioquia o, en el panorama global, lo que transmitía MTV (desde el contexto cercano al rock y al pop anglo) y, cerrando ese ciclo, ese promotor tramitaba el material de prensa del lanzamiento buscando reseñas en revistas y periódicos. Así que, como queda evidenciado, siempre existían largas intermediaciones para que Miguel, un simple seguidor con ganas de escuchar lo nuevo de Dave Gaham y sus colegas, accediera a aquella música.
Para dicha de todo melómano, ¡eso quedó en el pasado! Porque en la actualidad, esa ecuación mutó:
Ahora Miguel no debe esperar a que alguna emisora o un programa de televisión presente la novedad de un estreno, pues puede escucharlo el mismo día que fue lanzado en cualquier parte del mundo en Spotify, Apple Music, TIDAL o Deezer (u otro servicio) y, a la par, puede ver el videoclip o el video lírico en YouTube, Vimeo o su versión Instagram o TikTok. Incluso, no debe esperar la reseña de un periódico impreso o en su versión digital, porque en pleno siglo XXI, él creó un blog (convirtiéndose en un “prosumidor”, pues consume pero a la vez produce contenidos), donde escribe las críticas de sus discos favoritos y donde claro, está Depeche Mode con comentarios de toda su discografía. Y si quiere tener esa nueva canción en su colección, cuenta con opciones como agregarla a una lista de reproducción en una plataforma de streaming o de video; o simplemente, puede comprarla en un servicio en línea como Itunes o, en su defecto, descargarla de forma pirata. Tres décadas atrás, la única opción era sentarse con una grabadora, un casete y esperar a que la emisora la sonara para oprimir el botón REC y grabarla. O quizás luego, podía comprar el álbum físico en una tienda de discos.
“Cuánta atención necesitas...”
Esas nuevas dinámicas ancladas a los tiempos de la música líquida, como todo cambio, han despertado aplausos y rechiflas, ya que generó ventajas como las ya mencionadas para aquel fan o para ese músico que puede producir las canciones en su estudio casero y luego promocionarlas en Facebook y en sus listas de difusión de WhatsApp; pero también, al igual que la internet y aquella ilusión primaria de la democratización del conocimiento y el acceso libre a la información, la hipermúsica se ha trastocado por la promesa del lucro económico, pues este objetivo se puso como centro de la ecuación, desplazando la creación: el modelo actual antepone el negocio, después la música.
Y como nunca antes, los artistas independientes, expectantes cual niño que va a conocer el mar, han caído de rodillas -en general- con la esperanza de generar réditos económicos que les permitan vivir de su música. Tan solo en Spotify (la más influyente y de mayor catálogo), la competencia es salvaje para hacerse escuchar entre 78 millones de canciones alojadas en la plataforma, según datos a 2023 del portal Industria Musical.
Y no es fortuito. Como lo analizó el historiador Yuval Noha Harari en su libro 21 Lecciones para el siglo XXI: “Facebook y los demás gigantes en línea suelen considerar que los humanos son animales audiovisuales: un par de ojos y un par de oídos conectados a diez dedos, una pantalla y una tarjeta de crédito”.
Así que esa oportunidad digital de rentabilizar se convirtió en una compulsión de los músicos por sacarle dinero a su carrera artística, que terminó entremezclada con su vida personal, en una búsqueda sin freno por ganar seguidores en redes, aumentar likes, incrementar reproducciones y vistas de sus videoclips: una forma de tiranía digital que no da respiro, impulsada por la promesa de alcanzar reconocimiento, popularidad y crecimiento artístico. El filósofo Byung-Chul Han acierta en esa interpretación de autoexplotación: “Hoy, en efecto, estamos libres de las máquinas de la era industrial, que nos esclavizaban y explotaban, pero los aparatos digitales traen una nueva coacción, una nueva esclavitud”. ¡Todo por ser una microcelebridad!
“Dinero, angustias, problemas...”
Alguna vez comentó en un conversatorio un novel mánager de Medellín: “La meta es alcanzar 150 mil reproducciones con la próxima canción”. Tras un corto silencio, respondió el moderador: “¡Maravilloso!”. Y agregó, expectante: “Escuchemos la canción”, pero la respuesta que recibió fue contundente conforme a la tendencia de estos tiempos de priorizar la promoción y la búsqueda de monetización: “No la hemos grabado”.
Lo curioso -e inquietante- es que sin grabar una canción, un músico puede garantizar esas 150 mil reproducciones e, incluso, hasta un millón o más. Según un informe del periódico El País de España, publicado en mayo de 2023, en Francia, un estudio realizado por el Centro Nacional de la Música, “descubrió que entre el 1% y el 3% de toda la música reproducida en las plataformas de streaming más populares en ese país había sido solicitada por bots. Esta cifra, de 2021, supone un número estimado de entre 1.000 y 3.000 millones de reproducciones falsas”. Pasa en Europa y en todo el mundo, así que es una buena razón para revisar con lupa esos datos.
¡Oh, algoritmo!
“¿Quién quiere que yo quiera lo que creo que quiero? Dime qué debo cantar, oh, algoritmo, sé que lo sabes mejor, incluso que yo mismo”. El fragmento corresponde al uruguayo Jorge Drexler, que reflexiona en esta canción sobre la manipulación de los gustos de los usuarios y cómo se crean burbujas de información. Hoy, el algoritmo muestra las noticias, canciones y datos más afines a las averiguaciones o acciones recientes de cada individuo en la red: el internauta navega en su propia dimensión de contenidos, distribuidos a la medida, acoplados a sus necesidades e intereses, un mundo idealizado.
Pero el algoritmo también responde al consumo masivo general y que puede ser o no afín a los gustos de un oyente; sobre este tema, una investigación de EPJ Data Science de 2021 evidenció un sesgo de popularidad y explicó que las plataformas de streaming musical sugieren lo que más escucha la gente, ya que “muchos algoritmos de recomendación de música no brindan recomendaciones útiles para los consumidores de artículos menos populares y especializados”.
Y entonces, ¿cómo ajustarse al modelo de la hipermúsica sin perder el foco del arte y la creatividad, pero sin desaprovechar las oportunidades digitales? Hoy se pueden comprar seguidores en Instagram, pagar por reproducciones falsas y listas de reproducción, pautar en redes sociales y pegarse a las dinámicas del modelo o, en la otra orilla, cada proyecto puede acoplar el modelo a sus necesidades específicas, sin perder la mística y el ritual de las canciones, al crearlas, al vivirlas.
Ya lo dice Frankie ha muerto: “Las nuevas reglas se construyen en los extremos, no en el centro”.
*Coordinador Centro de Documentación Musical El Jordán, líder Radiónica Antioquia y director de HagalaU.