Si creemos en los testimonios de sus conocidos y discípulos, la vida de Manuel Mejía Vallejo fue la de un elegante sibarita. Muchos lo recuerdan vestido de paño y con corbata acorde, provisto con un vaso de ron en las rocas. A medida que el autor le daba sorbos, su elocuencia se hacía brillante, afilada. Tal vez ese espíritu bohemio –el mismo que se respira en las páginas de Aire de Tango– sea la razón que las celebraciones programadas por el centenario del nacimiento de Manuel estén más cercanas a la fiesta, a la tertulia, y no a la clase de universidad o al simposio académico.
Nacido en Jericó el 23 de abril de 1923 y muerto en Jardín el 23 de julio de 1998, Manuel dejó testimonio en su obra del tránsito del campo y la fonda a la ciudad y la cantina. En sus novelas los personajes recrean el habla popular de los antioqueños de mediados del siglo pasado, piensan dentro de las coordenadas de la idiosincrasia popular. Y escuchan las canciones y los ritmos con los que los medellinenses sobreaguaban los rigores del amor contrariado y las penas del alma.