Edimburgo y yo nos conocimos un julio, en la mañana, sábado. El taxista intentó conversar, pero a mí me pareció que no hablaba inglés, por lo menos no el inglés del profesor del curso de inglés en Medellín, que yo dizque entendía. Su cabeza y mi cabeza se entendieron entre el movimiento hacia arriba y hacia abajo –a todo le respondí un yes mudo–. Me llevó hasta la casa manejando por la izquierda –por la izquierda, tan raro– sin intentar una conversación más.
Las casas fueron apareciendo, rápidas a través del vidrio, como una repetición de casas de piedras, de un solo piso, máximo dos, unas al lado de las otras, llenas de ventanas, de techos de triángulos. Los buses también aparecieron con sus dos pisos, en blanco y rojo, y los carros fueron casi los mismos de acá, pero con la cabrilla al otro lado, es decir al revés, o viceversa.
Esa Edimburgo de ese primer día tenía el cielo azul —que me pareció estuvo casi todos los días aunque fuera invierno— y no tenía el frío que hace poner doble saco en verano, del que muchos me hablaron antes de irme. Con uno fue suficiente. Aunque pronto descubrí lo que se descubre desde el primer día: que el clima es el tema de conversación en la mañana, a media mañana, al mediodía, en la tarde, en la media tarde, en la noche y, si se puede, a medianoche. En Edimburgo puede brillar el sol a las ocho a.m., a las nueve estar lloviendo y a las diez brillar otra vez. Ellos, los que son de allá o han vivido tantos años que ya lo son, dicen que en un solo día se pasa por las cuatro estaciones, y se quejan. Quejarse es parte del cuento.
El viaje
Edimburgo es la capital de Escocia. No muy grande, tampoco muy pequeña (264 km². Medellín tiene 382). El centro se puede caminar, pero si se quiere ir a Portobello, donde queda la playa, el bus puede tomarse media hora (desde Princes Street) o hasta una hora y un poco más, si se está más al este, por ejemplo.
A Edimburgo se puede llegar en avión. Desde Londres es una hora, desde Nueva York más de seis, desde Madrid dos horas y media. También se puede ir por tren, o al revés, y es aún más bello.
Cuando ella y yo nos despedimos después de seis meses, el tren lo tomé en la estación del centro, Waverley. Estuvo puntual —es exacto y se disculpan hasta por un minuto de retraso—, era larguísimo, casi que ocupaba toda la plataforma, y atravesó la bella Edimburgo con tiempo para decir adiós, y llorar. En ese recorrido se vuelven a ver las casas y las calles y el paisaje verde, porque hay muchos árboles y muchos parques, y luego se va yendo para encontrarse con el paisaje de Reino Unido. El viaje en tren es la posibilidad de una vista rápida por distintos pueblos de Inglaterra, como New Castle, aunque eso depende de la ruta. Ningún paisaje es menos. Los libros se aburren, porque hay que mirar por las ventanas todo el tiempo. Stunning scenary habría que decir. A veces playa, a veces pequeños pueblos, siempre ovejas. Del campo a la ciudad y viceversa, hasta que aparece Londres, casi sin darse cuenta, o Edimburgo, pausadamente.
Cuando uno llega a esta capital siente que se devuelve en el tiempo. Yo me sentí, siempre, como en la Edad Media, con gente que se viste sin los vestidos de las películas, con calles pavimentadas y carros y buses puntuales, pero la Edad Media con ese castillo que mira desde la roca.
City Centre
Edimburgo se puede caminar. Hay que tener en el morral, por supuesto, un saco o dos, unas gafas de sol, una sombrilla, si bien la sombrilla no siempre funciona, o se daña. Allá el viento sopla fuerte algunas veces, y más fuerte si es invierno, tanto que hay momentos en que uno siente que lo va a soplar, a elevar, a lanzar. Siempre te empuja si vas en su camino o te hace pelear si vas contra él. No hay manera que los despeinados, como yo, estemos infelices. El viento despeina todos los días, más fuerte o más suave, pero despeina. Solo que hay días en que es tan fuerte que uno se preocupa por las ramas de los árboles, y silba tan duro, que a uno le parece que hay un fantasma detrás de la puerta. Casi siempre es muy frío. Yo creo, sin pruebas científicas, que Edimburgo es frío por el viento. Una compañera de Polonia, Magdalena, nos dijo en el invierno, ella que está acostumbrada a inviernos congelados, que a veces le parecía más difícil el frío de allá, porque aunque en Polonia estuvieran a menos diez grados, y Edimburgo a menos dos, el viento la hacía sentir como a menos diez, con alguien empujándola.
Si al centro se llega en bus, la primera calle es Princes Street, que parece volverse la preferida de los estudiantes y los turistas. Es el lugar de los buses y de las tiendas para comprar. Solo tiene pequeños edificios hacia el norte, porque hacia el sur están los jardines de Princes Street y el Scott Monument, y el lugar donde se hacen los Christmas market, que son al lado de la Galería Nacional, y muy al frente El Castillo de Edimburgo, tan famoso, tan visitado, tan imponente. Él mira la urbe y es lo primero que se ve: “no te pierdes —me dijo la señora—. Cuando veas el castillo, estás en el centro”.
A uno le cuentan de los fantasmas mirándolo, y le cuentan que esta ciudad es una de las ciudades con más fantasmas.
En Princes Street también se celebra el Hogmanay —palabra escocesa para Fin de año— street party. La calle se llena de gente que camina, que baila con la música de las pantallas o de las tarimas, y que espera a que falten 10 segundos para las doce para hacer el conteo regresivo, gritar ¡Happy New Year! y ver los juegos pirotécnicos que se lanzan desde el castillo —pasa igual al final del verano en el festival de fuegos artificiales, si bien esa vez es una combinación entre música clásica y luces, y en otras cuantas ocasiones más—. Después cantan una canción y la mayoría se va a buscar los buses, que son gratis, para regresar a casa. Yo me quedé pensando que en ese pueblo del que yo soy en Colombia, Riosucio, Caldas, a las doce apenas empieza la fiesta.
Esta calle, no obstante, no es la principal, pero es punto de referencia. Hacia el norte está la New Town, hacia el sur la Old Town. Las dos distintas, una más vieja que la otra, aunque la nueva tiene, sin embargo, más de doscientos años.
Cuentan que en los siglos XVI y XVII la ciudad estaba superpoblada y que las personas empezaron a construir edificios de varias plantas, donde se apeñuscaron unos con otros. Entonces crearon la New Town, al otro lado, con nuevos planos que se empezaron a trazar en el siglo XVIII por James Craig. Muchos ricos se pasaron para el nuevo lugar. Mientras la arquitectura de la vieja es del medioevo, la de la nueva es georgiana, con edificios neoclásicos y una estructura rígida, que ha cambiado un poco. Para mí, de todas maneras, es una ciudad de otro tiempo (del medioevo).
La Old Town fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y es un lugar de historias, calles angostas y lo que ellos llaman closes, que son pequeños callejones, casi pasadizos, que van comunicando una calle con otra. Oscuros, pero mágicos túneles. El más famoso es The Real Mary King’s Close.
La Royal Mile, considerada una de las calles más notables de Europa, atraviesa la Old Town, desde el castillo hasta el Palacio de Holyroodhouse, que es el palacio de la Reina que se puede recorrer, que está al frente de un edificio moderno, el del Parlamento Escocés, y es el inicio de una de las siete colinas a las que hay que subir, Arthur’s Seat, para ver una panorámica de 360 grados. Allí también se hace uno de los festivales que hacen famosa a Edimburgo, el Fringe Festival, “el festival de artes más grande del mundo”, lo describen ellos. Teatro, música y artes por tres semanas durante el verano.
Caminar es la mejor manera de recorrer la parte vieja y descubrir museos, casas y cementerios como el Greyfriars que tiene la historia de Bobby, el perro que probablemente fue policía y que siguió vigilando por 14 años la tumba de su dueño, el guardia John Gray, desde cuando este murió. Los vecinos lo alimentaron y hasta le pusieron collar, para que no fueran a creer que era un perro callejero. La escultura del pequeño está en la esquina antes del cementerio, y a los vecinos no les gusta que le toquen la nariz, que es lo que más le tocan los turista