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En las dos mesas de tenis —ubicadas frente al monumento de la Universidad de Antioquia a sus fundadores— los jugadores se turnan con las raquetas. El escenario del deporte está en la esquina más lejana de las puertas del Claustro San Ignacio, de Comfama, institución que durante las 744 horas de agosto realizó actividades culturales y de esparcimiento en este punto neurálgico del Centro.
El proyecto recibió el nombre de Día-tras-noche y consistió en ofrecerles a los taxistas, vendedores de tinto, limpiabotas, viandantes y ciudadanía general una nutrida programación de tertulias, juegos, charlas con autores y proyecciones de cine al aire libre. También se ofrecieron servicios bibliotecarios y de asesoría psicológica —El escuchadero—.
El juego continúa: el perdedor cede la raqueta a quien espera a un lado de las mesas. A veces un competidor exhibe sus dotes y elimina uno tras otro a los oponentes. No son muchos los jugadores. El ambiente deportivo contrasta con el olor a orines y con el picor que producen las nubes de marihuana.
El experimento social —así lo llamó Sergio Restrepo, responsable del Claustro, al cerrar una conversación entre un poeta de sombrero y fular (Juan Manuel Roca) y un periodista veterano (Reinaldo Spitaletta)— resulta interesante, entre otras cosas, porque va en contravía de los escenarios convencionales de la cultura: salones, museos, teatros de cuidada luz y voces tenues. Al hacerlo en la calle, el ruido y lo salvaje interactúan con lo medido y reglado. En un espacio pequeño conviven por minutos —una hora o un poco más— el diseñador gráfico o la chef con el habitante de calle cuya riqueza se reduce a lo que pueda cargar en el morral sucio.
Un grupo de ocho personas conversa sobre los sueños al lado de la biblioteca ambulante. Un par de promotores lee en voz alta unas hojas, hace preguntas. Uno de los participantes reclina la cabeza en el pecho y duerme. No es el único: en la mesa de los ajedrecistas hay otro. También en una de las sillas de cemento. A eso de las nueve y media de la noche llegan los sin techo: se ubican en la acera de enfrente al claustro, se enroscan en mantas viejas y bolsas de plástico. Duermen a pesar de la estridencia de una discoteca cercana. Mientras esto ocurre, en la pequeña tarima un conferencista habla de la historia del pesto —condimento o salsa típica de Italia— ante un público milenial, hípster. El cocinero prepara la receta y diserta. Otros asistentes van por un café o aprovechan que el juego del sapo quedó libre para lanzar las argollas. La gente pasa, escucha un rato y sigue. Pocos se quedan.
El consumo de licor no es menor: siete u ocho bohemios liban ron y cantan a capela. Entonan dos, tres canciones y parten. Unos tipos mezclan alcohol de farmacia con frutiño o gaseosa y se sientan a pocos metros del poeta y del periodista que ahora están en la tarima y charlan. Hablan de los viejos teatros, del componente racial de los paisas –el periodista dice que Antioquia se construyó entre el cruce de vascos y judíos–, del cine porno Sinfonía, donde por error ponían las películas de Pier Paolo Passolini. El poeta hace chistes y lanza comentarios rotundos: dice, por ejemplo, que Fruko está sobreestimado y que el chucu chucu –el género musical de la Medellín de los setenta– es una aberración. Sentado en la primera fila, un habitante de la calle hace preguntas, conversa con ellos. Se democratiza la voz. El Centro nunca se detiene: los nocturnos cruzan las calles. La lluvia de la tarde disminuyó el flujo de asistentes.
La tertulia culmina. Solo perseveran sietes ajedrecistas metidos de lleno en un torneo amateur. Cada uno paga dos mil pesos para participar en la serie de eliminatorias. El ganador se lleva un botín de catorce mil pesos. Hacen bromas, se ríen de los adversarios, de los transeúntes. Hay un médico, dos estudiantes de academia de ajedrez, un joven venezolano –que dice ser el más honesto de la Plazoleta San Ignacio–. Se van. A eso de las doce de la noche la gente de logística del Claustro guarda los parlantes, los micrófonos y las mesas. También se desgranan los funcionarios de Comfama que han estado por ahí.
Día-tras-noche surgió tras unas semanas crueles para el centro, en particular para los habitantes de la calle, las trabajadoras sexuales y la comunidad Lgbtiq+: todavía se recuerdan las imágenes de las golpizas a las que fueron sometidos. Noches en las que estas calles fueron calvario y tumba.