Antes de llamarse Clarice, se llamó Haia (o Chaya), una niña que llegó en un momento complejo. Exactamente, un 10 de diciembre hace 100 años. Fue en un tiempo en el que en su natal Ucrania crecía la intensa persecución hacia los judíos: ella y su familia lo eran. Tras la guerra bolchevique la violencia impactó a cientos de familias, como la suya, y su madre, Mania, contrajo sífilis tras una de esas agresiones.
Por una creencia tradicional de su tierra, se pensaba que un embarazo podría curar ese mal en una madre, pero la niña, que crecería para convertirse en una de las autoras latinoamericanas más destacadas del siglo XX, no tuvo poderes de sanación. Ante la unión de todos los males, a pocos meses del nacimiento de Haia, la familia se vio forzada a tomar la decisión de salir del país y migrar a América Latina. Todos cambiaron de nombre al llegar al país suramericano.
Su madre falleció en 1930, en Brasil, el lugar que Lispector siempre consideraría como su patria. Sin embargo, desde allí estallarían preguntas, entre la culpa y su razón de estar en la Tierra. Entre ser brasileña o extranjera. Sobre todo, y esta no era un dilema, ¿quién era ella, como mujer?
Para darle un poco de sentido a esas preguntas, estuvo la escritura. Narrar mujeres, como hizo a través de casi toda su obra, “era una manera de buscarse ella misma”, cuenta la profesora Hilda Mar Rodríguez Gómez, docente de la Facultad de Educación de la U. de A. y cercana a la obra de Lispector. “Ella decía que era una extraña para sí misma, intentando develar su origen, uno que a ella la marcó”.
Para ellas
El primer libro que publicó fue Cerca del corazón salvaje, también ejercía el periodismo, pero esa maraña de la identidad se enredó más cuando se casó con el diplomático Maury Gurgel Valente, salió de Brasil, se hizo madre y cumplió roles de ama de casa.
No paró de escribir en esas circunstancias. De hecho, lo usó como motivo para sus letras. Tomó un espacio en Correo Femenino, una revista brasileña donde daba algunos consejos domésticos, pero, más allá de hablar de la elegancia o de la cocina y el aseo, se hacia preguntas frente a esas labores. Mostraba a veces “cierta incomodidad” de ocupar ese lugar, cuenta Rodríguez.
Escribe, además, para esas otras mujeres en la misma situación, “en tanto puede mostrar que en la cotidianidad hay unos espacios de libertad que aparentemente son inconcebibles, pero que tienen la posibilidad de abrir grandes brechas”. Como en Amor, un relato que hace parte del libro Lazos de Familia. Allí, una mujer llamada Ana da un repaso por su vida y se replantea por unos minutos si esa que la habita es verdaderamente ella, si esa vida de ama de casa que lleva es la que ella quería.
Entender ese ser
En La Pasión Según G.H. esa seguidilla de planteamientos sobre el amor, el deseo y la vida misma se armaron tras el encuentro con una cucaracha. Fuera de cualquiera de esas formas, Lispector tenía un interés genuino por la “subjetividad femenina y en como se configura”, apunta la docente de Literatura de la U. de A., Selen Arango.
En sus textos se revisaban “diferentes formas de ser mujer” y se indicaba una creencia: “No existe una esencia de mujer a la que todas debamos llegar, es una exploración”.
Explica, desde su punto de vista, que el trabajo de Lispector, “más que ser pensado en las mujeres, piensa en la existencia de un ser específico y es un ser mujer”.
Lo hizo de la mano de una escritura sencilla, aunque con una “capacidad poética” que está presente en “imágenes y figuras literarias en casi toda su obra”, destaca Rodríguez. No se separó de lo cotidiano, “donde aparece eso que es extraordinario. No hay que esperar el gran acontecimiento, sino que su mensaje es ver en lo pequeño la grandeza que hay en el mundo”. A través de las letras se acercó un poco más a quien era ella misma.