En su vida, Alfredo Molano se apuntó a una búsqueda. Una que resulta esquiva casi en cualquier contexto, pero que pareciera serlo aún más en Colombia. Conocer la verdad, sin desfallecer, buscarla (especialmente cuando parecía estar más lejos) y tomando toda clase de riesgos en su nombre.
Se destacaba por andar y aunque nació en Bogotá, no era un tipo de ciudad. Vivía en La Calera (a las afueras de la capital) y desde hace décadas no le ponía peros a amarrarse sus tenis para recorrer municipios, trochas, ríos y veredas distantes. Encontraba la forma para llegar incluso a esos lugares que no por ser poco conocidos del Cauca, del Pacífico o de los Llanos dejaban de ser parte de su país.
Eran lugares a dónde no muchos querían ir, donde se libraba la guerra, espacios vulnerados. “Se atrevió a caminar un país que no conocíamos y eso es un atrevimiento, todavía hoy. Es a la vez atrevimiento y a la vez privilegio, con su mochila y sus tenis de tela, fue donde nadie iba”, destaca el fotoperiodista Federico Ríos.
Hasta octubre de 2019, Molano era parte de la Comisión de la Verdad, ayudando a reconstruir lo que sucedió durante el conflicto en la región de la Orinoquía. Un cáncer complicó su salud durante varios meses y murió este jueves 31 de octubre.
“A quienes quisieron a mi padre, Alfredo Molano Bravo, les cuento mi dolor por su partida. Hasta el último día de su vida peleó con todas sus fuerzas”, escribió su hijo, Alfredo, en Twitter.
Lo fundamental
Se formó como sociólogo en la Universidad Nacional y usó ese primer acercamiento para echarse a andar y hacer periodismo. Creó más de 25 libros e incontables crónicas y columnas en El Espectador, El País de España, Cromos, Prensa Rural y otros medios.
Regresó, recorrió el país en algunas de las décadas más críticas. Selva adentro (1987), Desterrados (2001), Los años del tropel (1985), Del Llano llano (1996) y A Lomo de Mula (2016), entre tantos otros, se han convertido en testigos del camino recorrido y de voces que quizá nunca antes habían encontrado un espacio. A periodistas del conflicto como Osuna, Trochas y Fusiles (1994) lo marcó especialmente, no solo por lo que contaba sino por las voces que lograba construir, teniendo un respaldo periodístico, de sus protagonistas.
Su micrófono y su pluma captaron las historias de vidas trastocadas. “Lleno de historias, las compartía de una manera que no solo era acertada, sino rebelde. Me parece que su legado está atado a la irreverencia, a caminar tu camino. Era un hombre libre”, destaca Javier Osuna, autor del libro Me hablarás del fuego: los hornos de la infamia.
Molano pasó más de media vida así, metiéndose cada vez más hondo en la selva, en el campo y en las raíces del conflicto. Gran parte de las veces no viajaba en las condiciones más cómodas, pero así aprendía de Colombia, contando lo que veía, acercándose lo mejor que podía (literalmente) a esa forma de verdad.
“Era un tipo con muchas preguntas y con un corazón enorme para oír”, añade Ríos. Recuerda una vez en la que Heriberto de la Calle (personaje de Jaime Garzón) le preguntó a Molano si entrevistaría a Carlos Castaño, quien lo había amenazado de muerte, y Molano respondió que sí, pero sin armas. “Tenía la claridad para contra preguntar con esa tranquilidad”, señala el fotógrafo.
“Se trataba de un ser humano con una capacidad casi que sobrenatural para escuchar con atención y para ver con profundidad en lo aparentemente superficial, era un maestro de la escucha”, señala Osuna.
“Tenía ojo y una capacidad para comprender el dolor de los demás y estar a la altura de eso”. Una lección hecha responsabilidad para quienes siguen sus pasos. Con gratitud, en este último viaje, buena suerte Alfredo.