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Bajo Cauca: historias de una guerra reciclada

Las prácticas usadas por los paramilitares hace algunos años fueron retomadas por los grupos ilegales en esta región de Antioquia.

  • En carpas y colchonetas duermen los desplazados de la vereda San Antonio, de Tarazá que no quieren retornar por el miedo. FOTO jaime pérez
    En carpas y colchonetas duermen los desplazados de la vereda San Antonio, de Tarazá que no quieren retornar por el miedo. FOTO jaime pérez
  • Bajo Cauca: historias de una guerra reciclada
16 de diciembre de 2019
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El único error que cometió en sus 27 años de vida Luis Eduardo García, o para decirlo mejor, el peor error, fue haberse metido el pasado 28 de noviembre por la carretera que conduce del corregimiento Manizales, en Cáceres, a Montelíbano, Córdoba. Luis Eduardo lo hizo pese a la advertencia del grupo armado ilegal de no querer ver transitar a nadie por ese corredor polvoriento y pedregoso. Lo hizo no por terquedad, lo hizo por necesidad.

El día que la muerte sorprendió de frente a este campesino dedicado a ganarse la vida construyendo kioscos con palma aguja, iba sobre su moto y llevaba amarrado en la parrilla un bulto de arroz para trillar donde su compadre, pues su trilladora se había descompuesto y necesitaba venderlo para “darle alimento a su pequeña hija”, como relataron conocidos a EL COLOMBIANO.

“Él no se metía con nadie, era una persona muy trabajadora y tranquila y solo pensaba en trabajar día y noche para darle lo mejor a su familia”, relató un ser querido que, como muchos de los habitantes del Bajo Cauca antioqueño, cuentan lo que sucede con una condición: mantenerlos bajo el anonimato; identificarlos es ponerlos en la mira de los violentos que dominan el territorio e imponen normas.

El reporte oficial estableció que Luis Eduardo fue hallado muerto por heridas de arma de fuego a orilla de la carretera entre las haciendas La Magdalena y El Cortijo. Los ilegales se llevaron la moto pero le dejaron su celular y unos pesos que llevaba en el bolsillo. Quedó sobre el bulto de arroz que pretendía trillar.

***

En el refugio temporal, el niño Jacinto le preguntó a su padre por qué tenían que salir huyendo, otra vez, en medio de la noche, “si nosotros somos buenos y no le hacemos daño a nadie”. Con una repuesta apretujándole la garganta, Antonio, el padre de este chiquillo que juega fútbol como un profesional pero sueña con ser veterinario, quiso disimular sus lágrimas.

“No llores, papi, salimos de la finca pero gracias a Dios tengo a mi perro”, le respondió el pequeño a su padre, un campesino dedicado a trabajar en la plantación de caucho ubicada a menos de 100 metros de su parcela, en la vereda San Antonio, corregimiento el 12, municipio de Tarazá, en el Bajo Cauca antioqueño.

Antonio, su esposa y Jacinto salieron de su vereda el pasado 7 de diciembre, cuando seis hombres armados, vestidos de negro para camuflarse con la noche y armados con fusiles y pistolas, irrumpieron en el territorio, y como en los tiempos más aciagos del paramilitarismo, sacaron a los campesinos José Albeiro Villada Linares, de 33 años, Germán de Jesús Betancur López, de 31 y Remberto Lucas Flórez de sus viviendas y los llevaron a la cancha. Allí los hicieron acostar uno al lado del otro y los fusilaron contra el piso.

En su recorrido de la muerte, los hombres armados llegaron al comedor estudiantil donde otras familias encendían velitas. Hicieron acostar a todos los hombres en el piso y mandaron a uno de los niños que estaba en el comedor a quitarles los celulares. “Nos dijeron que no nos moviéramos, que ya venían a conversar con nosotros”, cuenta uno de los sobrevivientes, y los vieron subir a la cancha. Agazapados bajo las mesas, escucharon como los disparos rompían en el silencio del cañón. Se echaron a correr.

Los armados regresaron y cuando no vieron a nadie en el comedor, tiraron una granada que dañó el techo y dispararon contra las paredes. Con la rabia al sentirse burlados, los hombres armados llegaron hasta la casa de Antonio, donde daban la bienvenida a la Navidad cenando un plato de sancocho de gallina, y empezaron a disparar.

“Nos metimos debajo de las camas. Había niños de dos años de edad que gracias a Dios no lloraron. Se quedaron quieticos y nos quedamos callados hasta que escuchamos que gritaron que volverían. Esperamos un rato y como no sentimos ruido salimos”, relata Antonio.

En la sala quedó tendido su hijo mayor. Recibió dos balazos, uno en el abdomen y otro en un brazo. Trato de esquivar las balas pero no tuvo cómo y quedó allí tirado, rezando las plegarias que su madre le enseñó desde pequeño antes de ir a la escuela para no morir aferrado a uno de los muebles.

Cuando los fusiles se callaron y dejaron de escupir fuego y todo se volvió un silencio insoportable, los que estaban bajo las camas salieron. Intentaron ayudar al joven herido, don Antonio fue a encender el vehículo que tenía afuera de su casa pero recibió tantos disparos que no prendió, entonces varios hombres cortaron las cuerdas de una hamaca colgada en el zaguán y corrieron a llevarlo al hospital. Tras ellos salieron 150 personas y salió Jacinto que, con tan solo 12 años, ha tenido que huirle tres veces a la violencia.

“Vamos Nerón”, le dijo a su perro, y salieron cuesta abajo, en una carrera contra la muerte. “Gracias a Dios tengo a mi perro”, fueron las palabras de Jacinto a su padre que se convirtieron en un consuelo para un retorno que los campesinos de la vereda San Antonio no quieren, todo por la promesa que gritó uno de los armados: “volveremos y al que encuentre lo fumigamos”.

Prácticas paramilitares

Las tragedias de don Antonio, Jacinto, Luis Eduardo y los habitantes del Bajo Cauca antioqueño, son iguales pese a que ninguno se conoce. Hacen parte del “paquete” con el que los grupos armados ilegales quieren sembrar el terror en esta población para adueñarse de una franja de tierra que sirve de corredor para obtener jugosas ganancias de la extorsión a los negocios lícitos, a la minería y al narcotráfico.

Así lo asevera el general Juan Carlos Ramírez, comandante de la Séptima División del Ejército: “el Bajo Cauca y el Sur de Córdoba hacen parte de un cordón de criminalidad. Este corredor está en disputa. Los grupos armados quieren controlar las rentas ilícitas de los yacimientos mineros”.

A esto se suma, según uno de los líderes sociales de la zona declarado objetivo militar por uno de los grupos ilegales, que estas personas son las que mandan en el territorio ante la ausencia estatal e imponen reglas que incluyen a toda la población. “Vea hermano, la cosa es sencilla, o usted cumple o se va o se muere”, dice el labriego.

Entre las normas más comunes está la restricción a la movilidad. Los campesinos no pueden transitar por ciertas vías rurales y en otras veredas pueden hacerlo en los horarios establecidos por ellos. Si se movilizan en moto deben andar sin casco y si es en vehículo, en las carreteras que pueden circular después de las 6:00 p.m., deben hacerlo con la luz interior encendida.

“Aquí todo el mundo tiene que andar identificado. Los funcionarios de la Alcaldía deben andar con chalecos y para entrar a las zonas, deben pedirles permiso. Si no lo hacen, se arriesgan a que los ataquen”, dice el líder.

Con respecto a la extorsión, cuenta el líder que todas las personas deben pagar una cuota moderada establecida gracias a la red de inteligencia que tienen en los centros urbanos. “Los comerciantes y ganaderos deben pagar, pero lo más triste es que los campesinos que ingresaron al plan de sustitución de cultivos les deben dar el 10 por ciento de lo que reciben para reemplazar los cultivos de hoja de coca por otros, es decir, les deben pagar 200 mil pesos”.

Lo más grave es que los grupos armados ilegales han comenzado a desplazar de las veredas donde hay sembrados de coca a los campesinos que se unieron a la sustitución, y lo hacen sembrando el terror como en la vereda San Antonio. “Han sacado la gente y les han enviado razones. Les dicen que no vuelvan que ellos van a repoblar esas veredas con los que quieran trabajar en cultivos y no tengan nada que ver con la sustitución”.

Los que siembran el terror

Las autoridades han señalado que los autores de la violencia padecida en el Bajo Cauca antioqueño son los dos grupos ilegales conocidos como el Clan del Golfo y una disidencia de este mismo grupo denominada los Caparros. Si bien hay presencia del Eln, este grupo ha evitado una confrontación directa con estas dos estructuras heredadas del paramilitarismo.

Información obtenida por Inteligencia Militar registra que los dos grupos “han priorizado el incremento de acciones criminales tipo golpe o asalto para ejecutar homicidios selectivos en centros poblados de los corregimientos Barro Blanco (Tarazá), Piamonte (Cáceres) a personas señaladas de ayudar al grupo contrario”.

Datos obtenidos por EL COLOMBIANO de las fuentes de inteligencia del Estado señalan que las estructuras están conformadas así: el Clan del Golfo está bajo mando de alias “Otoniel” y tiene presencia en la región con la estructura ilegal Roberto Vargas Gutiérrez, comandada por alias “Gonzalito”, quien a su vez direcciona a las subestructuras Julio César Vargas, comandada por alias Omar o Fredy, con presencia en Barro Blanco, Tarazá.

La otra subestructura es la Francisco Morelo Peñata, cuyo jefe es alias Chirimoyo, y su área de influencia es Caucasia, El Bagre y Zaragoza.

El último subgrupo es el Rubén Darío Ávila, comandado por alias Vicente o Bigotes, quien ha retomado el corregimiento La Caucana y ha llegado del Sur de Córdoba.

Los Caparros tienen como comandante principal a “Caín”. El territorio lo tienen copado con una estructura en La Caucana, Tarazá, comandada por “Romaña” quien tambien tiene presencia en Puerto Libertador y San José de Uré, Córdoba. “En las cabeceras municipales de Tarazá y Cáceres tienen uno de los grupos al mando de alias Chatarra, y en el corregimiento Piamonte, en Cáceres, está alias flechas”, dijo el investigador.

Estos grupos son los que desangran al Bajo Cauca antioqueño y han causado, solo en lo que va de diciembre, 12 muertos.

La Unidad de Víctimas registró en su último reporte un desplazamiento de 11.172 personas en Antioquia, y entre estas está Jacinto, el niño que a su corta edad se ha desplazado tres veces y en todas ellas ha llevado a su perro como el mayor consuelo cada vez que es expulsado de su territorio.

200
mil pesos deben pagar los campesinos que se unieron a la sustitución voluntaria.
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