El único error que cometió en sus 27 años de vida Luis Eduardo García, o para decirlo mejor, el peor error, fue haberse metido el pasado 28 de noviembre por la carretera que conduce del corregimiento Manizales, en Cáceres, a Montelíbano, Córdoba. Luis Eduardo lo hizo pese a la advertencia del grupo armado ilegal de no querer ver transitar a nadie por ese corredor polvoriento y pedregoso. Lo hizo no por terquedad, lo hizo por necesidad.
El día que la muerte sorprendió de frente a este campesino dedicado a ganarse la vida construyendo kioscos con palma aguja, iba sobre su moto y llevaba amarrado en la parrilla un bulto de arroz para trillar donde su compadre, pues su trilladora se había descompuesto y necesitaba venderlo para “darle alimento a su pequeña hija”, como relataron conocidos a EL COLOMBIANO.
“Él no se metía con nadie, era una persona muy trabajadora y tranquila y solo pensaba en trabajar día y noche para darle lo mejor a su familia”, relató un ser querido que, como muchos de los habitantes del Bajo Cauca antioqueño, cuentan lo que sucede con una condición: mantenerlos bajo el anonimato; identificarlos es ponerlos en la mira de los violentos que dominan el territorio e imponen normas.
El reporte oficial estableció que Luis Eduardo fue hallado muerto por heridas de arma de fuego a orilla de la carretera entre las haciendas La Magdalena y El Cortijo. Los ilegales se llevaron la moto pero le dejaron su celular y unos pesos que llevaba en el bolsillo. Quedó sobre el bulto de arroz que pretendía trillar.
***
En el refugio temporal, el niño Jacinto le preguntó a su padre por qué tenían que salir huyendo, otra vez, en medio de la noche, “si nosotros somos buenos y no le hacemos daño a nadie”. Con una repuesta apretujándole la garganta, Antonio, el padre de este chiquillo que juega fútbol como un profesional pero sueña con ser veterinario, quiso disimular sus lágrimas.
“No llores, papi, salimos de la finca pero gracias a Dios tengo a mi perro”, le respondió el pequeño a su padre, un campesino dedicado a trabajar en la plantación de caucho ubicada a menos de 100 metros de su parcela, en la vereda San Antonio, corregimiento el 12, municipio de Tarazá, en el Bajo Cauca antioqueño.
Antonio, su esposa y Jacinto salieron de su vereda el pasado 7 de diciembre, cuando seis hombres armados, vestidos de negro para camuflarse con la noche y armados con fusiles y pistolas, irrumpieron en el territorio, y como en los tiempos más aciagos del paramilitarismo, sacaron a los campesinos José Albeiro Villada Linares, de 33 años, Germán de Jesús Betancur López, de 31 y Remberto Lucas Flórez de sus viviendas y los llevaron a la cancha. Allí los hicieron acostar uno al lado del otro y los fusilaron contra el piso.
En su recorrido de la muerte, los hombres armados llegaron al comedor estudiantil donde otras familias encendían velitas. Hicieron acostar a todos los hombres en el piso y mandaron a uno de los niños que estaba en el comedor a quitarles los celulares. “Nos dijeron que no nos moviéramos, que ya venían a conversar con nosotros”, cuenta uno de los sobrevivientes, y los vieron subir a la cancha. Agazapados bajo las mesas, escucharon como los disparos rompían en el silencio del cañón. Se echaron a correr.
Los armados regresaron y cuando no vieron a nadie en el comedor, tiraron una granada que dañó el techo y dispararon contra las paredes. Con la rabia al sentirse burlados, los hombres armados llegaron hasta la casa de Antonio, donde daban la bienvenida a la Navidad cenando un plato de sancocho de gallina, y empezaron a disparar.
“Nos metimos debajo de las camas. Había niños de dos años de edad que gracias a Dios no lloraron. Se quedaron quieticos y nos quedamos callados hasta que escuchamos que gritaron que volverían. Esperamos un rato y como no sentimos ruido salimos”, relata Antonio.
En la sala quedó tendido su hijo mayor. Recibió dos balazos, uno en el abdomen y otro en un brazo. Trato de esquivar las balas pero no tuvo cómo y quedó allí tirado, rezando las plegarias que su madre le enseñó desde pequeño antes de ir a la escuela para no morir aferrado a uno de los muebles.
Cuando los fusiles se callaron y dejaron de escupir fuego y todo se volvió un silencio insoportable, los que estaban bajo las camas salieron. Intentaron ayudar al joven herido, don Antonio fue a encender el vehículo que tenía afuera de su casa pero recibió tantos disparos que no prendió, entonces varios hombres cortaron las cuerdas de una hamaca colgada en el zaguán y corrieron a llevarlo al hospital. Tras ellos salieron 150 personas y salió Jacinto que, con tan solo 12 años, ha tenido que huirle tres veces a la violencia.
“Vamos Nerón”, le dijo a su perro, y salieron cuesta abajo, en una carrera contra la muerte. “Gracias a Dios tengo a mi perro”, fueron las palabras de Jacinto a su padre que se convirtieron en un consuelo para un retorno que los campesinos de la vereda San Antonio no quieren, todo por la promesa que gritó uno de los armados: “volveremos y al que encuentre lo fumigamos”.