El morro que corona al barrio Aranjuez, en Manizales, rugió hacia las 2:30 de la madrugada de ayer, y todos los vecinos escucharon ese ruido porque ninguno había podido conciliar el sueño. El miedo y el recuerdo fresco de la avalancha de Mocoa no los había dejado dormir.
Fue en ese momento cuando una parte de la montaña cedió ante las lluvias que llevaban casi siete horas cayendo en este sector popular del occidente de la capital de Caldas.
“Sentí como un trueno”, recuerda Luz Dary Osorio del momento en que cayó la avalancha. Esta señora habitaba una de las casi 20 casas que componen la calle 40, la última línea de viviendas del barrio Aranjuez antes de llegar a la montaña.
“Yo le grite a mi hijo: ¡Jorge, estamos en peligro, levántese! y cuando me pudo sacar fue que se vino la tierra”, relata esta mujer, que desde esa hora no ha soltado de sus manos una figura de la Virgen de Guadalupe, que es de las pocas pertenencias que le quedaron.
Aunque su casa quedó cubierta de lodo y escombros y poco de ello se pudo rescatar, afirma que lo suyo fue un milagro, pues las tres siguientes viviendas quedaron reducidas a una montaña de lodo y escombros, en donde fallecieron tres personas.
Minutos antes, Luz Dary, a sus 71 años, se encontraba preparando una agua de panela y rezando el rosario. Sin embargo, el presagio de lo que iba a pasar apareció pasadas la 1:30 a.m., cuando la luz se fue y sobre los techos de zinc de las casas de la calle 40 empezaron a caer pequeñas piedras.
De la cima de la montaña se alcanza a ver una enorme cicatriz color tierra que marca el sitio exacto que se desprendió y provocó la tragedia. Sin embargo, para esa hora de la madrugada, todo era oscuridad y agua.
“Olía a barro con agua. Eso nos hizo presagiar lo peor”, cuenta Aníbal González Bedoya, quien ha vivido 20 de sus 54 años en este mismo sector, que hoy quedó casi destruido.
Su casa hoy es más barro que cemento. Sin embargo, asegura que a su familia la salvó un tanque de agua que instaló hace siete años, justamente, ante el peligro que en ese entonces les significaba vivir pegados a la montaña.
Fue pasada la medianoche cuando el tanque empezó a escupir agua pintada con lodo. González Bedoya y su familia vivían en el segundo piso de la planta y cuando notó este fenómeno, entendió que era cuestión de segundos para que se desatara la tragedia.
Otros vecinos no contaron con la misma suerte. González cuenta que uno de sus vecinos, a cuatro casas de la suya alcanzó a sacar a sus familiares, pero al volver por algún objeto personal, la avalancha se lo llevó.
“No había nada que hacer, solo ponernos a salvo y esperar”, relató.
Fueron minutos de pánico los que sucedieron a la avalancha. Sin haber mermado del todo la lluvia, el desespero de muchos vecinos y la confusión de no saber si estaban todos a salvo los llevó a aventurarse en el barro, aún movedizo y peligroso.
Ingresar a la zona en donde yacían los cuerpos de los vecinos y amigos que fallecieron puso en peligro mortal a quienes se atrevieron a intentarlo.
En el mejor de los casos, hasta el cinturón llegaba el barro espeso que impedía poder moverse.
Por ello hubo que esperar hasta la llegada de los equipos de rescate, que hicieron su aparición antes de que despuntara el sol.
No obstante, la situación no mejoró con el amanecer. Contó el señor Aníbal, quien para las horas de la tarde había pasado de tener un color moreno en la piel a un marrón claro de barro seco que hoy su súplica es “no tener que repetir esto, que no nos den unos centavos para medio acomodar las casas, sino que nos permitan seguir viviendo tranquilos tal vez en otra zona”.