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La historia de tres escritores ilustres que descansarán en el cementerio San Pedro

Crónica del cementerio más antiguo de Medellín y cómo recalaron allí tres grandes escritores colombianos.

  • La estatua de Gardeazábal representa al hombre que va a la eternidad. FOTO Juan Antonio Sánchez
    La estatua de Gardeazábal representa al hombre que va a la eternidad. FOTO Juan Antonio Sánchez
  • Jorge Vélez fue el artista que hizo la escultra de la tumba de Carrasquilla. FOTO JUAN ANTONIO SÁNCHEZ
    Jorge Vélez fue el artista que hizo la escultra de la tumba de Carrasquilla. FOTO JUAN ANTONIO SÁNCHEZ
19 de diciembre de 2020
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Por tener miedo a los vivos, como en el poema, fuimos a buscar a los muertos. La mañana, límpida, nos dio la bienvenida. Y en el cementerio, el más antiguo de Medellín que aún está en uso, nos encontramos tres historias insólitas. La primera de ellas narra cómo un escritor vallecaucano, polémico e irreverente, inauguró su propia tumba.

Estando en la necrópolis, entre tumbas barrocas y pesadas placas de mármol, tomamos aire y, en silencio, escuchamos las voces de los que ya no la tienen.

Caminando despacio, detrás de nuestra guía, entramos a la rotonda central, que está circundada por unas palmeras que, a falta de cipreses, le ofrecen su estampa fúnebre al cementerio. La guía es Ana Isabel Cadavid, historiadora y coordinadora de investigación del Cementerio San Pedro. “La mejor manera de conocer la historia de Medellín es viniendo al cementerio. En él se puede hacer una lectura de la sociedad antioqueña desde 1842, cuando se fundó, hasta el día de hoy”, nos dice, cerca ya de una de las tumbas célebres.

La génesis del San Pedro

La historia de los cementerios en la ciudad se remonta a finales del siglo XVIII. De carambola, Medellín tuvo que acatar una medida tomada en otro mundo. Los Borbones, que recién habían salido victoriosos de la Guerra de Sucesión y asumían el trono en España, aplicaron las populares Reformas Borbónicas, que pusieron patas arriba al Nuevo Mundo.

Entre los mandatos se prohibieron las inhumaciones en las iglesias. Así que, movidos por la necesidad, en 1809 fue enterrado el primer muerto en un cementerio de Medellín.

Ese primer camposanto se levantó en terrenos comprados por Micaela Cárdenas, donde hoy está la esquina entre Carabobó y Juanambú. El segundo cementerio que tuvo Medellín fue el San Lorenzo, inaugurado el 7 de enero de 1828, como bien lo señala Uriel Ospina Londoño en su libro “Medellín tiene historia de muchacha bonita”.

Pero el San Lorenzo gozó poco su cuarto de hora: en 1842, cuando se inauguró el San Pedro, fue relegado y señalado, con desdén, como “el cementerio de los pobres”. Según el libro citado, 52 propietarios se hicieron con los derechos de ser enterrados en la nueva necrópolis. La obra costó $ 14.000 y el 16 de junio de 1845, en un hecho histórico, el San Pedro acogió a su primera moradora: Sixta Fernández de Jaramillo. Pero mucha agua ha corrido desde aquel suceso.

Seguimos a la guía, bajo las palmeras y su leve aleteo fúnebre. Y llegamos a la primera tumba célebre de esta historia.

Isaacs, el muerto errante

Una rosa viva, todavía fresca, adorna la tumba de Jorge Isaacs. “¡Estamos allí, entre seres no ofensivos, perturbando a los cautivos en sus sepulcros desiertos!”, parece que nos susurrara el poema.

La historia de Isaacs es tal vez la más conmovedora. El escritor de “María”, la novela Romántica de América por antonomasia, terminó sus días en Ibagué, derrotado en la política, sumido en la pobreza, vilipendiado por la aristocracia. “Isaacs fue perseguido con saña por los vallecaucanos; termina su vida recostado a Emiro Kastos, un escritor antioqueño que le prestó su casa. Ni con el prestigio de su novela se le dio el reconocimiento que merecía”, relata, como murmurando, el escritor vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Pero Isaacs marcó el futuro de sus despojos estando en vida. En una carta escrita al general Juan C. Arbeláez, en 1893, dos años antes de su muerte, pidió que sus restos fueran enterrados en Antioquia. Como señala Malcom Deas en su libro “Las fuerzas del orden”, no deja de ser curioso cómo el escritor decidió reposar en donde sufrió su peor revés político.

Isaacs, por medio de lo que podría llamarse un golpe de Estado, se declaró gobernador de Antioquia en 1880, de donde luego fue expulsado. También removido de la Cámara, no tuvo más remedio que terminar su vida política en 1881, con un sabor amargo, corroído por los vaivenes políticos y las guerras civiles del siglo XIX. “Por dedicarse a la política descuidó la literatura. La lucha ideológica exige otras cosas que afectan la creación. Sin embargo, “María” es una obra ejemplar, que será recordada siempre”, opina el escritor antioqueño Luis Fernando Macías.

Una vez murió Isaacs, en 1895, comenzó el proceso de traer sus restos a Antioquia. Pero la política lo atormentó hasta después de muerto: estalló la Guerra de los Mil Días y el trámite se frenó. Terminado el conflicto se reiniciaron las diligencias y en 1904, en los albores del nuevo siglo, por fin pudo llegar al San Pedro. Cuenta Deas, basado en crónicas de la época, que el traslado de los huesos se hizo en medio de honores, secundado por una tropa ataviada con los mejores atuendos decimonónicos. Su entrada a Antioquia fue triunfal esta vez y sus restos fueron recibidos con un desfile de la Guardia Civil y la Gendarmería.

Pero dejamos la tumba de Isaacs, con su historia de amarguras y exaltación post morten, para conocer otra, de otro un vallecaucano.

Gardeazábal, el irreverente

Esta historia también tuvo su génesis en una carambola. Gustavo Álvarez Gardeazábal, autor de “Cóndores no entierran todos los días”, tenía una tumba reservada hacía más de 30 años en el Cementerio Libre de Circasia (Quindío). Así lo había pactado con Braulio Botero, su amigo y dueño de esa necrópolis.

Pero el año pasado, en un hecho que califica de insólito, recibió una carta lacónica, en la que le comunicaron que no lo iban a recibir. “Muerto Braulio, ese cementerio cayó en manos de unos masones que no permitieron mi entierro. Denuncié eso en el periódico Adn y el San Pedro me ofreció un espacio. A mí, como a Isaacs, la aristocracia del Valle me ha despreciado siempre, por eso decidí enterrarme en cualquier parte menos allá”, comenta el escritor, con su tono vehemente.

La tumba de Gardeazábal espera pacientemente el día en que el autor, inerte, descienda en el hoyo de 2,50 metros que fue construido para albergar su féretro.

La estatua que hoy la adorna representa al hombre alado que sube hacia la eternidad. La hizo el escultor Jorge Vélez. Es un monumento de tres metros que semeja las alas de un cóndor.

Será la primera tumba vertical del cementerio. “Es mi último acto de rebeldía. Si no me le arrodillé a nadie en vida, tampoco pienso hacerlo muerto”, expresa el escritor. La historiadora Cadavid, frente al futuro aposento de Gardeazábal, dice: “No quiero perderme ese día, va a ser un reto enorme, pero a la vez llamará la curiosidad de la ciudad”.

Una de las condiciones que puso Gardeazábal para reposar en el San Pedro fue que se “repatriara” allí a Tomás Carrasquilla. “Los tres formaremos una triada de escritores enterrados en el San Pedro”, comenta Gardeazábal.

Carrasquilla, de vuelta

Seguimos el recorrido y damos con la última historia. Ana Isabel, la historiadora que nos guía, nos lleva hasta la morada que espera a Carrasquilla. El autor de “Frutos de mi tierra” pasó ocho años en el San Pedro, pero luego fue llevado a la Basílica Metropolitana. “Era una época conservadora y pesaba que los muertos quedaran en los templos. Esa pudo haber sido la motivación de la familia”, nos explica nuestra guía.

Sus restos, que fueron cremados, ya tienen una urna que los espera. Es una tumba amplia, construida con lozas de concreto que permiten que las personas se apropien de la estructura. Y, como en el caso de Gardeazábal, está coronada con un busto hecho por el mismo Jorge Vélez. Resalta en él la cara de Carrasquilla que, nada pétrea ni solemne, muestra una sonrisilla bajo su espeso bigote. Una corona de bronce circunda su rostro. Si se mira bien, en la estatua aparecen las montañas de ese Nordeste agreste y minero que bien retrató Carrasquilla en “La marquesa de Yolombó”. “Su obra es excepcional, está a la altura de los grandes de todos los tiempos, pero, lamentablemente, ha sido infravalorada”, dice el escritor Macías.

Las palmeras, en su fúnebre hamaqueo, provocan un sonido de sopor al mediodía. Escuchadas las tres historias, salimos de la necrópolis y, como dice el poema, la única certeza que nos llevamos es que algún día allí tendremos que volver.

$!Jorge Vélez fue el artista que hizo la escultra de la tumba de Carrasquilla. FOTO JUAN ANTONIO SÁNCHEZ
Jorge Vélez fue el artista que hizo la escultra de la tumba de Carrasquilla. FOTO JUAN ANTONIO SÁNCHEZ
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