Después del fuego cruzado, después del luto de rigor, la Comuna 13 se llenó de colores. Donde se instalara la verborrea de las balas, el cromatismo de las casas hoy es son de paz. El grafiti, el habla. El hip hop, idioma. Aquí el último eslabón de la cadena evolutiva del hombre, dice uno de los muros, es un breakdancer. Un breakdancer resume el barrio, ya que se trata de un cuerpo desafiando el equilibrio y la Comuna viene a ser más o menos esto: un volatinero, un organismo vivo sosteniéndose en un ángulo de sesenta grados, con una cima tan elevada que los automóviles, incapaces de maniobrar, se devuelven en reversa a las avenidas.
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En la 13, improvisa un rapero: “Yo no soy Rey de España, a quién engañas, venimos arreando fuerte desde jodidas montañas.”
El color es vida, dice el artista que firma como Yorch Art. El color también se hace de palabras. El artista quiere tachar el pasado pero el lienzo, que es algo más introspectivo, no le basta. Quiere ofrecer a las visitas el hoy, de ahí que trabe conversación con ellas en su galería circunspecta, que consta de no más de cuatro muros y en la que compara a la violencia con un capullo, objeto este frío y opaco. Luego a la actualidad del barrio con la metamorfosis, la mariposa.
La mariposa no se refiere quizá a una sola expresión, sino a una cadena de transformaciones de la que se desgaja un punto de partida. El elemento primordial, la eclosión lo identificamos con las escaleras eléctricas que cambiaron a la postre los contextos, el clima más cutre y licencioso por el orden. Seis tramos mecánicos que generaron sumariamente empleo, movilidad, cultura. En los mundos de distopías, la dependencia de las tecnologías encaminan el detrimento de las estructuras sociales, el metro de Medellín y la Comuna 13 son la antítesis. Pocos darán tanta importancia a una serie de peldaños y rellanos con la gravedad de este barrio. Pocos sitios lograrían comunicar que una escalera les transformó la realidad. Primero, significó las facilidades de acceso a lo más empinado. Después, la llegada de visitas, el turismo. Después, el intercambio. La 13 andaba desnuda en su habitación personal, y tuvo que reajustarse porque un extraño la miraba. Se libraba un juego de seducción y visualidad.
El artista agradecido tiene el chance de cambiar la perspectiva de lo que fuera la 13. Y como la perspectiva guarda relación con los lienzos y los oficios, también dice del costo de sus cuadros: los más pequeños por 30 mil, el comprador, si lo quisiera, se llevaría dos por 50 mil.
Una pintura del rey del pop, Michael Jackson, se repite en un mural. Lienzo y pared son claves del diálogo sicológico. Michael Jackson como símbolo de tiempos mejores, acompañando las tristezas del ayer, también dibujadas.
En la antigüedad se decía que el camaleón tenía la capacidad de ver, por medio de sus ojos giratorios, el pasado y el futuro, dice el artista y se vuelve hacia una tercera obra y explica: “La orquídea es la belleza de mi comuna.”
Una mujer es la Madre Tierra, los dados el juego, la mano el Estado, todo en el mismo mural. La raza afrodescendiente indica la hermandad, el resultado de la armonía. Alguna vez, la armonía fue la muerte. Los pájaros dibujados recuerdan los helicópteros del Ejército Nacional.
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Durante las operaciones comprendidas entre los años 2001 y 2003, actuaron la Fuerza Pública contra las organizaciones insurgentes al interior de la Comuna 13. Las principales víctimas fueron civiles.
Andrés Zapata, oficial operativo, aprecia aquellos días como de males necesarios, que hicieran posible lo imposible.
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Su padre les vendió la casa, se la vendió al señor.
Del señor no hay nombre ni cara. No hay una figura que atribuirle, excepto un arma. De modo que es imposible dibujar al hombre, en cambio, el arma es indeleble. Si queremos hacernos de un esbozo, el señor no es más imagen que una pistola apuntando, encañonando a la madre, una mujer aferrada a su casa, de donde la quieren echar a la fuerza y ella no se deja. Suplica. La hora fue olvidada, porque la persona que garrapatea de palabra los acontecimientos era, por esos días, solo un niño de solo un año de edad.
Andrés Zapata va rodando la cinta en calma: la casa vendida por voluntad del padre que los abandonaba. La madre y él desalojados. El señor armado ganándoles la propiedad que por acuerdo económico le pertenecía. Los acuerdos morales son harina de otro costal.
La madre que después, intentando reconstruir a pedazos la vida, encuentra a un hombre, diez años menor que ella. El hombre se vuelve figura paternal de Andrés. Construyen una casa de adobe. La van transformando con lo que pueden. Crece así en medio de la violencia en que la bala es norma de conducta.
A sus cinco años, las calles estaban partidas y cruzaba un puente de madera inestable, como los puentes colgantes de las películas tipo Indiana Jones. Hay, de banda sonora, una orquesta de disparos, quizá setenta y dos horas de tiros continuos, el tiempo, ya se sabe, es relativo. Las confrontaciones en la Comuna 13 la marcan hasta la actualidad, por el mal camino se llegó, si no al bueno, a uno mejor. El trauma a cambio de la paz, pero conviviendo con ella, dosificado.
El sonido de las hélices de los helicópteros aterrorizaba a la población. Su vuelo bajo arrancaba las tejas de zinc que salían volando. Los toques de queda se realizaban a horas tempranas, entre las cinco y las seis de la tarde, y a los que se encontraban caminando por la calle, a esos, les abrían fuego. Entre las cinco y las seis de la tarde, todos los que estuvieran fuera de sus casas eran considerados eliminables.
Una señora encuentra al niño Andrés Zapata llorando en la calle y lo pone a resguardo en su casa. La señora, de la cual tampoco hay un nombre o figura que atribuirle, pero que en vez de un arma es un ángel, llama al colegio, se comunica con la madre. Ella tiene que dejar solas a las tres hermanas de Andrés, la menor de ellas, de dos años. La mamá recoge a su hijo evitando la balacera. Por entre las pequeñas casas de familias numerosas, por los confusos pasajes de la comuna sube, lo toma de la mano rápido y baja, evitando la balacera. Llegan a su vivienda y se esconden bajo una cama, se cubren de pies a cabeza con los colchones, evitando la balacera.
De un bando, la guerrilla contra el ejército, los paramilitares, las fuerzas policiales. Del otro, los inocentes, los que desean sobrevivir, lo que no se desea así todos los días, no con el vigor de aquellos tiempos. Afectados, hubo una renta incalculable. Una chica que estaba en el baño haciendo sus necesidades, recuerda Andrés, murió por una bala perdida. Tendría unos trece de edad.
Mientras la guerrilla hacía barricadas de neumáticos encendidos, Andrés ve asesinatos. Ve que las guerrillas amordazaban a las personas, apenas llegando a comprender por qué en verdad lo hacían.
Si se revelaban, eran asesinados. —dice ahora, antes de llegar a la venta de michelada, cerveza con jugo de limón y sal por un precio de 3 mil pesos.
Andrés tiene tatuados motivos religiosos en los brazos. Criado en el catolicismo, de pequeño, frecuentaba la iglesia. Fue acólito. Siendo adolescente, después de evaluar el comportamiento de los otros, hubo un cambio para sus adentros.
—Quien cree en Dios, cree yendo o no a la iglesia. Nosotros nos podemos confesar ante Él, no necesariamente ante otro ser humano capaz de cometer los mismos delitos que uno. Le hablamos directo. Directo, desahogamos nuestro espíritu.
Donde tantas personas desaparecieron o fueron encarceladas, dice el artista que el elefante es la memoria dura, un recuerdo que se nos agarra poderoso.