¿De qué sirven los noventa y cinco mil muertos de la Revolución sandinista, entre combatientes, civiles y contras, de estos últimos 20 años, si la razón primaria, el fin de la dictadura sangrienta de Somoza, termina en que el poder de las armas se ejerce por uno de los revolucionarios, Daniel Ortega y sus damas de turno, con ánimo de perpetuidad y con las mismas oprobiosas prácticas autoritarias de Tacho?
A Ortega le toleraron sus excesos con la excusa de que era una democracia en aprendizaje. Cuando Belisario, Ortega decía que si ganaba las elecciones, entregaría la presidencia en los siguientes comicios solo a un sandinista. Hasta los EE.UU. le concedieron un TLC y los europeos preferencias comerciales.
En la CIJ se insinuaba, en los albores de los pleitos que nos montaron somocistas y sandinistas sobre San Andrés y Providencia, que el fallo serviría para fortalecer a un país pequeño que quería libertad y progreso para sus ciudadanos frente a una potencia armada como la nuestra.
Hoy hay ocho candidatos de la oposición apresados por Ortega, también candidato a la eterna reelección. Europa y EE.UU. lo han sancionado. La corrupción presidencial ronda. Todo cambió por el poder de las armas, para seguir peor