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La corriente contra los migrantes ya no es una excepción ni un síntoma aislado. Es, cada vez más, una tendencia generalizada y global. En Estados Unidos, la apertura de la cárcel especial para migrantes –Alligator Alcatraz– y la intensificación de redadas y expulsiones masivas refleja el endurecimiento de las políticas hacia quienes llegan buscando un futuro mejor. Incluso, en lo que atañe a Colombia, el gobierno Trump está cerrando un poco más las puertas: este año el número de visas negadas a colombianos ha aumentado en 2.800% y el costo de sacarla, según se anunció, subirá de $740.000 a $1.740.000.
En Europa, el discurso duro y el control de fronteras vuelve a ser prioridad y la convivencia comienza a resentirse. España, que hasta hace poco era vista como un caso atípico por su aparente distanciamiento del extremismo xenófobo, ha entrado en esta espiral.
Tras la condenable agresión de tres jóvenes marroquíes a un anciano residente en el pueblo de Torre Pacheco, en Murcia, grupos de ultraderecha xenófobos, convocados por redes sociales y desplazados desde España, Italia y Rumania, protagonizaron lo que ha sido calificado como “cacerías de inmigrantes”. Pasaron varias noches armados de palos y barras de hierro buscando marroquíes y destrozando negocios.
Gracias a la intervención policial, y después de cinco días, los ánimos se calmaron, pero dejó al descubierto una verdad incómoda: el fenómeno de hostilidad hacia los migrantes también está echando raíces en España. Por más que los datos demuestren el aporte significativo de los migrantes a la economía del país, lo que termina imponiéndose es la percepción.
Ignorar o minimizar los temores ciudadanos —por más irracionales o distorsionados que parezcan— solo alimenta el resentimiento. Cuando los gobiernos fallan en abordar con claridad, pedagogía y firmeza los temas migratorios, lo que se crea es un terreno fértil para que proliferen la antipolítica, el populismo y los discursos de odio.
En este contexto, el proyecto europeo también comienza a mostrar fisuras. El espacio Schengen, símbolo de la libre circulación, está perdiendo sentido práctico. La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, ha endurecido su retórica contra la inmigración. Grecia ha desmantelado en la práctica el derecho de asilo. Portugal ha restringido la concesión de visados, la reagrupación familiar y ha reactivado mecanismos policiales para el control de fronteras. Incluso la presidenta de turno del Consejo de la Unión Europea, la socialdemócrata danesa Mette Frederiksen, impulsa propuestas que hasta hace poco eran bandera exclusiva de la extrema derecha.
Más allá de la Unión Europea, el fenómeno se repite. En el Reino Unido, el nuevo primer ministro laborista, Keir Starmer, ha endurecido su discurso migratorio ante el ascenso del radicalismo de Nigel Farage. Su advertencia de que el país “corre el riesgo de convertirse en una isla de extraños” sintetiza una narrativa que gana terreno.
En contraste, el presidente español Pedro Sánchez ha abogado durante sus años de gobierno por una migración ordenada y regulada. Durante siete años ha mantenido una posición de “puertas abiertas”. Y los argumentos han estado avalados por datos que confirman que sin la llegada de extranjeros a España no se puede entender su crecimiento económico muy por encima del resto de Europa.
Los migrantes constituyen el 14% de los trabajadores afiliados a la seguridad social en España. Desde el 2019 han aportado el 80% del aumento del PIB, y solo el año pasado, del medio millón de puestos de trabajo creados, 200.000 lo fueron por extranjeros. Sin embargo, el discurso de Sánchez no logra conectar con una ciudadanía cada vez más inquieta.
Las cifras, por sí solas, no desactivan el malestar. Persisten narrativas que culpan a los inmigrantes de quitar empleos, saturar los servicios públicos, recibir subsidios y agravar la crisis habitacional. No necesariamente es así, pero cuando estas ideas se arraigan sin una respuesta institucional clara, terminan siendo creídas. Esa brecha entre realidad y percepción es precisamente lo que explotan los partidos extremistas.
El caso de Vox es ilustrativo. Envalentonado por el ejemplo de Donald Trump y otras figuras del populismo global, este partido aprovecha cualquier incidente para criminalizar al migrante y reforzar su agenda xenófoba. Lo que ocurre hoy en España ya ha sucedido en Francia, Alemania, Hungría o los Países Bajos. La diferencia es que España llegó tarde, pero no por ello está mejor preparada.
La inmigración es, sin duda, uno de los grandes desafíos sociales de nuestro tiempo. No es una amenaza, pero sí una realidad compleja que requiere políticas públicas serias, visión de largo plazo y una narrativa que combine firmeza con inclusión. Es un asunto de Estado que no se puede dejar en manos de políticos en campaña, que debe ser abordado con responsabilidad, sin concesiones al alarmismo, pero tampoco desde la ingenuidad.