Las imágenes de los cerros alrededor de Mocoa y Manizales deslavados a causa de lluvias intensas y extensas, con pedazos gigantes de montaña que se desprenden y se convierten en una colada de lodo y piedras que baja por las laderas y destruye barrios, vidas e historias comunitarias y familiares, llamaron la atención sobre el reto mayúsculo que viene en materia de prevención y planeamiento urbano para cientos de municipios del país.
A la fotografía de esas tragedias, que suman más de 350 muertos y por lo menos 300 desaparecidos, pueden agregarse las imágenes de los caudales desbordados de los arroyos en Barranquilla y de los ríos de varios municipios ribereños de Chocó: que arrastran vehículos dominados por la corriente, cúmulos serpenteantes de basura y troncos, enseres y ranchos empotrados en las orillas y transeúntes desprevenidos.
Pueden recobrarse también en la memoria la romería de damnificados por la avalancha de Salgar, en mayo de 2015, o los repetidos derrumbes en la vía a Quibdó, con autobuses lanzados al abismo por los derrumbes.
Iniciar hoy una cacería de responsables por aquellas pérdidas humanas y materiales, tendría la complejidad de reconstruir numerosos procesos de invasión de laderas urbanas, de irrespeto a las normativas de retiros obligatorios de ríos y quebradas, de obras precarias de muros de contención y defensas débiles en áreas residenciales, de tala indiscriminada de árboles y retiro a destajo de la capa vegetal, de licencias de construcción tramposas, de trazados viales desprovistos de estándares rigurosos de ingeniería... y un montón de etcéteras de informalidad y burla a las normas. O de ausencia de ellas.
Todo ello inserto en un contexto contemporáneo de cambio climático y calentamiento global, con estaciones de fenómenos extremos de inundaciones o sequías. A más del desprecio o desconocimiento, de la negligencia o el utilitarismo productivo, frente a la necesidad de concebir modelos de desarrollo sostenible y amigable, en relación con el medio ambiente.
Por supuesto que se deben investigar responsabilidades gubernamentales y ciudadanas, por acción u omisión, en estas tragedias, pero más allá de la sanción episódica y ejemplar, solo quedan acciones de prevención inmediatas y de reordenamiento territorial de nuestras ciudades en el mediano y largo plazos.
Los cambios en los fenómenos climáticos, en particular en su intensidad y duración, muestran que ya no solo se producirán tragedias debido a los yerros humanos en la concepción misma del hábitat sino que podrán derivarse de las alteraciones crecientes del sistema medioambiental.
Los gobiernos locales y regionales tienen ahora el deber de extremar los controles en zonas de alto riesgo: los sistemas de alerta, de monitoreo, de evacuación, de atención y prevención de desastres. No pueden descuidarse. Los golpes de Mocoa y Manizales deben concientizar, ya, a alcaldes y gobernadores de su inmensa responsabilidad de salvar vidas en un país mal planificado y construido, tan vulnerable.
Y los Planes de Ordenamiento Territorial (POT) no pueden ser más el resultado de intereses y caprichos políticos, de improvisaciones y lucros de urbanizadores. La fuerza de la naturaleza y sus fenómenos imponen a los gobernantes responsabilidad, diligencia y firmeza para capotear lo que viene.