El mundo de la criminalidad colombiana, y muy en particular el de los grupos armados ilegales, después de 40 años en los que hubo algunas fronteras difusas pero perceptibles en el terreno ideológico, militar y económico, avanza hoy sin reversa a una presencia claramente enfocada en soportar y ser funcional (prestar seguridad y garantizar statu quo) al circuito y la estructura del narcotráfico internacional.
Aunque el hilo conductor del mercado mundial de las drogas ilegales atravesaba “las cuentas” de cada grupo, sus rosarios y sus creencias eran distintos. Inmersos en territorios incluso a veces comunes, o de fronteras grises, Pablo Escobar y los Rodríguez Orejuela (narcos); Carlos Castaño y Ramón Isaza (paramilitares); el ‘Mono Jojoy’ y ‘Alfonso Cano’ (Farc) o ‘Nicolás Rodríguez’ y ‘Antonio García’ (Eln) no cabían en el mismo costal, y eran “frutos” de árboles genealógicos de la historia del crimen y la violencia que, metidos en el mismo cesto, se vinagraban.
Y así ocurrió con los integrantes de sus bandas y sus guerrillas: recargaban sus tanques con el combustible del narcotráfico, pero tenían motores, móviles y destinos algo diferentes. Hoy todas esas tripulaciones, sin importar mucho los uniformes y los “portafolios delincuenciales”, parecen atender sin reparos a un gran patrón de la ilegalidad. Una multinacional que rige un mercado letal y millonario: el de la estructura del narcotráfico y sus redes de lavado de activos. Un capital mafioso que ha logrado penetrar y homogenizar cada vez más aquellos ejércitos que antes combatían por algo más que territorios de cultivo, laboratorios y rutas de cocaína, incluidas ahora las utilidades no solo para su manutención sino también para insertarse en las diferentes capas de esta clase emergente (ligada a las mafias y sus aparatos de seguridad).
¿Puede haber algo benéfico en ese ambiente que sea resultado de las contradicciones y los cambios lentos en un país que ya no es el escenario de polaridades armadas y brutales que traían a diario masacres, desaparecidos, desplazados y secuestros?
Esa paulatina “desideologización” de los ejércitos ilegales, menos enfocada en el control político y social, sin objetivos militares estratégicos, y cada vez más reducida a un dominio territorial que garantice casi que exclusivamente operaciones de narcotráfico mediante clanes locales, regionales, nacionales e internacionales, representa amenazas, pero también oportunidades:
El problema hoy es que con una producción de cocaína en alza, un negocio con márgenes de utilidad superiores al 1.000 %, continúa siendo el mayor empleador en el espectro de las empresas criminales de Colombia. Un patrón con una oferta tentadora en una nación de gran fragilidad institucional, incapaz de cubrir con eficacia las necesidades básicas de su población más periférica, urbana y rural. Un país fragmentado, disperso, de notoria desigualdad.
Pero la ventaja está en entender que, sin más motivaciones que la riqueza fácil de aquella cultura mafiosa, además de una “oferta de empleo” que se aprovecha de la necesidad y la ignorancia de cientos de miles de jóvenes de los estratos más bajos, los “Otonieles” de Urabá, los “Pablitos” en Arauca y los “Pelusos” en Catatumbo cada vez tienen menos capacidad de permanencia. La “traquetización” de bandas y guerrillas debe ser oportunidad, debe ser “oro en polvo”, en la perspectiva de combatir y desestimular el narcotráfico con proyectos sociales y contundencia policial y judicial.
Esta cadena del empleo y del circuito económico del narcotráfico, en los que se descubren bandas y jefes reciclados una y otra vez, tras su paso por guerrillas, paramilitares y clanes mafiosos, se romperá en la medida en que el Estado demuestre que cada vez hay más oportunidades en la legalidad y ningún futuro posible en las filas y las armas del crimen organizado.