No se trata de un premio cosmético ni protocolario. No es un galardón para alimentar alguna vanidad pasajera o falsa. Responde a una selección entre importantes ciudades del mundo capaces de transformaciones urbanas que benefician a los ciudadanos. Por eso al jurado del Premio Lee Kuan Yew le sorprendió que, en 20 años, Medellín hubiese pasado de estar en el primer lugar de índices de violencia urbana en el mundo a tener proyectos revolucionarios de cambio e inclusión social y cultural como el metrocable, los parques-biblioteca y las unidades de vida articulada (UVA), entre otros.
Hay que reflexionar a partir de que este reconocimiento lo hayan recibido ciudades como Bilbao (España), Nueva York (E.U.) y Suzhou (China). La gran metrópoli norteamericana lo obtuvo por su capacidad de superar la destrucción, el dolor y el miedo que trajeron los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Y en esta versión del premio, Medellín superó a otras urbes atractivas y modernas: Auckland (Nueva Zelanda), Toronto (Canadá), Viena (Austria) y Sidney (Australia). Por eso no hay duda de que este premio, al que llaman el “Nobel o el Oscar en urbanismo”, es el más importante reconocimiento mundial en la historia de la capital de Antioquia.
Entre los méritos para lograrlo se destaca la resiliencia, la capacidad para asimilar sucesos adversos, léase aquellos años aciagos de violencia del narcoterrorismo, pero también la disposición de sus gobiernos y ciudadanía de dar pasos que permitieran transformar las dificultades en oportunidades de cambio. Un cambio rápido basado en procesos innovadores de inclusión y mejoramiento de las condiciones de vida e infraestructura urbanas.
“Medellín -observó el jurado- es una ciudad que ha pasado de ser notoriamente violenta a una que está siendo modelo para la innovación urbana en un lapso de solo dos décadas. Hoy en día, es una ciudad que celebra la vida, firme en su compromiso de crear un mundo más justo, más humano, más libre y más feliz para sus habitantes”.
Son palabras que, antes que alimentar autocomplacencias y egos de la dirigencia pública y privada, deben estimular el trabajo sostenido para poner cada vez más arriba el listón de las conquistas en materia de calidad de gobierno y oferta de opciones de realización comunitaria, productiva y ciudadana.
Entre los valores de la ciudad, el premio destaca equidad social, competitividad, sostenibilidad, previsión, innovación y continuidad. Ello basado en políticas de gobierno y liderazgo “arriesgadas y valientes” que han tenido la continuidad necesaria durante este milenio.
Medellín recibió una medalla de oro, un diploma y 300 mil dólares, pero más que eso asumió el reto de seguir un camino de cambios favorables para los habitantes de todos sus estratos y rincones, con una vida y un espacio públicos amables, integradores y generadores de riqueza humana y económica. “Su éxito -advierten los organizadores del premio- da esperanzas a muchas ciudades de países en desarrollo (...) puede convertirse en una Meca de aprendizaje para ellas”. Un gran orgullo.
Nos alegramos lo suficiente para no pasar inadvertida esta distinción, pero nos quedamos con los pies en la tierra, en Medellín, para entender que falta mucho trabajo para consolidar la ciudad de la que nadie quiera irse y a la que todos quieran venir.