El presidente Iván Duque instala hoy la legislatura ordinaria del Congreso, la última para los senadores y representantes elegidos en las elecciones legislativas de 2018. Para el presidente no será la última, pues instalará el año entrante la primera del Congreso elegido para 2022–2026, pero sí los es, a efectos prácticos de política y gobierno, la de cierre para lo que tenga que ver con iniciativas que quiera impulsar y comenzar a ejecutar en su año final de administración.
Durante varios años hemos hecho énfasis, desde este mismo espacio, en la importancia que para el sistema democrático e institucional tiene este rito constitucional de hoy, por lo que significa de normalidad en el funcionamiento de las ramas del poder público, y por los mensajes que el Ejecutivo traslada al Congreso y a la sociedad.
La última legislatura ordinaria no es generalmente fácil para un gobierno saliente, por cuanto las iniciativas radicadas pasan de manera previa por el tamiz de las pretensiones electorales de los parlamentarios, que tienen ya puesta la mirada en las elecciones siguientes (legislativas y presidenciales). De allí que iniciativas como la reforma tributaria tienen que compatibilizar tal cantidad de intereses que su trámite y aprobación depende de toda una filigrana de destreza política.
Las razones para sacar la reforma tributaria son objetivamente comprobables: se necesitan enormes recursos adicionales para hacer frente a los programas sociales del Estado, cada vez más expandidos pero necesitados de financiación. Para el Gobierno, es importante que, precisamente por compromisos electorales que se crucen en su trámite, no se incorporen más iniciativas de gasto y se recorten fuentes de financiamiento. Y hay que recordar que una de las calificadoras de riesgo planteó que la reforma no despeja totalmente el panorama para después del 2022.
Serán muy importantes todas las propuestas para la reactivación económica, para atacar el desempleo, la pobreza y la informalidad, que han aumentado con la pandemia, aunque no solo por ella. Y en especial medidas para los jóvenes que han sido especialmente afectados por no encontrar posibilidades de empleo –más duramente aún las mujeres–. Valdría la pena revisar, por ejemplo, si las regalías pueden destinarse pro tempore a proyectos prioritarios orientados a favorecer la reducción en esas variables, al rubro educativo y a las redes de protección social locales.
El Congreso seguramente querrá intervenir en la canalización política y electoral de los movimientos de protesta. Por un lado, encontrarán los riesgos de caer en las tentaciones populistas con propuestas para elevar a ley todas las reivindicaciones de las mesas del paro. Por otro, iniciativas gubernamentales para reglamentar el derecho a la protesta –muy compleja políticamente, y más con la intervención de entidades internacionales– y para elevar las penas por vandalismo –penas que ya existen en leyes que no se aplican–.
Podría mirar el Congreso temas que en otros países están siendo objeto de debate: uno, el de trazar una política legal que defina claramente competencias y modos de actuar frente a crisis pandémicas, como las que dan por descontadas diversas voces de la comunidad científica. Otro, la adhesión a la imposición de tasas a las empresas tecnológicas multinacionales, como las que acaban de acordar los países del G-7 y la Ocde (de la cual Colombia hace parte).
Finalmente, las reformas a la Policía, tanto las anunciadas desde el año pasado como las más recientes, en donde hay que cuidarse de que apunten a su optimización y bienestar de los uniformados, y no a sembrarle reformas-trampa originadas en quienes la ven desde siempre como una entidad enemiga