Verdaderamente desconcertantes resultan las declaraciones de Danilo Rueda, alto comisionado de paz, ofrecidas a raíz de la oleada de violencia desatada por el Eln y por las disidencias de las Farc en el departamento de Arauca. Si los conceptos allí expuestos son los que fundamentan la política de paz y seguridad de este gobierno, estamos en muy graves problemas. Y si esos conceptos son los que orientan la iniciativa de “paz total”, está claro que ella solo va a ser posible a un costo muy alto.
¿Qué dijo el alto comisionado? En un video publicado el pasado miércoles por la noche, Danilo Rueda se dirigió en tono amable a las organizaciones armadas que combaten en Arauca, y les pidió, casi en tono de ruego, que cesen la violencia. Acto seguido soltó la frase que más preocupa de todas esas declaraciones: refiriéndose al Eln y a las disidencias, dijo “entendemos que están en armas, entendemos sus motivaciones”.
¿Por qué preocupan tanto estas declaraciones? Empecemos por la primera. La responsabilidad fundamental del Estado es la de protegernos y garantizar nuestra seguridad. Con respecto a los habitantes de Arauca que hoy sufren por la violencia de estos grupos, el deber número uno del gobierno es hacerse presente para impedir, mediante el uso de su legítima autoridad, que sigan matando y aterrorizando a la gente.
Da la impresión de que la línea de este gobierno fuera otra, a tono con su estrategia de paz: suplicar a los grupos armados que hagan una pausa. El Estado no está para rogarles a los violentos que por favor se calmen, sino para impedir de manera efectiva que sigan ejerciendo la violencia.
¿Desde qué punto de vista ético o moral se puede justificar el uso de la violencia? Si, parafraseando a Adam Ferguson, la especie avanza de la rudeza a la civilización, ¿en qué lugar queda un gobierno que no defiende uno de los principios básicos civilizatorios? Las declaraciones del comisionado van incluso en contra de los principios de defensa de los derechos humanos que tanto se enarbolan desde su oficina. Tenemos que ponernos de acuerdo porque así no podemos avanzar. El Estado colombiano no puede someter valores y principios al abrir esa puerta que conduce a la justificación de la barbarie.
Cuando al comisionado se le preguntó por el significado de sus declaraciones, dijo que ellas no eran una justificación del alzamiento en armas y trató de explicarlas. Y ahí empeoró la situación. “Entendemos las razones por las cuáles en Colombia hay grupos armados”, dijo, y a continuación mencionó un déficit social y una desatención de derechos económicos y sociales, entre otros elementos.
Puede alegarse que una cosa es entender un proceso y otra justificarlo. Entenderlo sería identificar la cadena de hechos que llevan a que el proceso se produzca, pero eso no es lo que hizo el comisionado de paz. Lo que él hizo fue aseverar y afirmar, como representante del gobierno, razones que harían éticamente comprensible la lucha armada. Esa es la definición misma de justificar.
¿Lapsus? No parece. A lo largo de estos meses en los que afanosamente se ha avanzado en la iniciativa de “paz total”, la línea del comisionado ha sido clara y consistente, y es la de justificar o aceptar la justificación de la existencia de estas organizaciones y de sus actividades. El hecho, por ejemplo, de referirse a las disidencias de las Farc como “Estado mayor central de las Farc” debe complacerlas mucho, en la medida en que valida su pretensión de ser un actor político y a la vez las verdaderas Farc.
Podría pensarse que detrás de esto lo que hay es una táctica de negociación, de “tender puentes”, de “acercar a las partes”. Si es así, estaríamos frente a la peor estrategia posible. Solo se negocia entre quienes tienen diferencias y respetuosa pero firmemente aseveran su posición. No tiene sentido arrancar una negociación diciéndole a la contraparte que tiene razón en todo lo que afirma y pretende.
A menos, claro, que lo que tenga en mente el gobierno no sea exactamente una negociación, y que estén confiados en que, a punta de identidad de ideas y de visiones políticas, las organizaciones armadas simple y llanamente se van a calmar (ojo, que ni siquiera han aceptado que el fin sea la desmovilización). Si esta es la idea, el costo para el país será enorme pues lo más seguro es que harán exigencias sobredimensionadas y gravosas que desde ya, lamentablemente, parecen contar con el apoyo implícito de un gobierno que las reconoce como justificadas