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Se llamaban: Brayan Gómez Gamboa (cabo segundo); Mateo Benavides (cabo tercero), José David Pushaina Epiayú, Jaime Redondo Uriana, Kevin Andrés Acevedo, Jhoan David Gómez, Rafael David Fallece, Herzel Fernández y Fabio Epiayú Ipuana. Estos últimos siete estaban prestando el servicio militar.
Nueve jóvenes humildes, nueve hijos, nueve hermanos, asesinados de manera sangrienta y artera en un ataque a medianoche cometido por aquellos que se llenan la boca hablando del pueblo y declarándose sus defensores. Pura retórica vacía.
No son cifras, no son anónimos, ni podemos permitir que lo sean. El comunicado del ELN un día después es aún peor: “Entendemos el dolor porque lo hemos sentido. Todos los dolores cuentan, son iguales. Son duras las realidades de la guerra, por ello es menester persistir en la construcción de la paz y proseguir en su proceso”.
Si el ELN quiere que esto se normalice, si quieren que veamos estos hechos como simples ocurrencias de guerra, no cuenten con nosotros. Son tan repudiables las características de este hecho que el propio gobierno, que tan generoso ha sido con el ELN en el proceso de la “paz total”, corrió inmediatamente a rechazarlos, y a ordenar consultas con los negociadores sobre el rumbo de esta iniciativa.
Ese rumbo es claramente preocupante, y habría que ser demasiado ciego o taparse los ojos intencionalmente para no verlo.
Es un rumbo que inicia con fanfarria, anuncios y promesas, del calibre de las que el propio Gustavo Petro ofreció en campaña, cuando se aventuró a pronosticar que a los tres meses de su presidencia el ELN habría dejado de existir. No por el debido sometimiento ante la autoridad y a la justicia, sino mediante un proceso de paz cuyo fundamento resultó ser bastante ilusorio.
¿Cuál era ese fundamento? Al día de hoy, es bastante claro que este gobierno confiaba en que la sola llegada al poder de la izquierda y de Petro iba a ser suficiente para desactivar la acción de la guerrilla. En esa teoría, grupos como el ELN, al ver que “el pueblo” había ya llegado al poder por la vía democrática, y que por tanto el objetivo de la lucha de todas las izquierdas se había cumplido, depondría la violencia y se sumaría a la construcción del “cambio”.
La ducha fría ha sido brutal. El ELN no ha dado muestra alguna de que tenga, con respecto a este gobierno, una voluntad de paz especial o mayor. Con un portazo le respondió al presidente cuando este anunció el cese al fuego bilateral. Y en la mesa de conversaciones viene elevando sus exigencias, al punto de que lo acordado al día de hoy es prácticamente una fotocopia del pliego de peticiones del ELN.
Las voces de alarma han venido creciendo. Como la de Sergio Jaramillo, ex comisionado de paz que con Humberto de la Calle lideró la negociación con las Farc, y quien declaró, al término de la última ronda de conversaciones en México, que la delegación del gobierno se había dejado meter todos los goles. ¿Cómo reaccionó el gobierno? Como suele hacerlo, es decir desatando las hordas de las redes sociales para que insultaran al ex comisionado.
¿Cuál puede ser la respuesta del Estado frente a ataques como el que hoy lamentamos? En un país normal, el Gobierno ordenaría el despliegue de todos los recursos a su alcance para perseguir a los terroristas, darlos de baja o llevarlos a prisión.
En nuestro caso esto se complica por una razón: en virtud del cese al fuego que el gobierno ha decretado con respecto a otros grupos, la fuerza pública está prácticamente paralizada. Porque en las situaciones que se presentan en el terreno, les queda imposible saber si un cierto grupo o un cierto campamento es del ELN o de alguno de los grupos con los que el gobierno decretó el cese. No tienen más opción que no actuar, lo cual implica dejarnos desprotegidos a los colombianos y a los propios miembros de la fuerza pública. Todo debido a un cese al fuego mal diseñado e imposible de implementar bien.
Es el momento de corregir el rumbo. Si de negociar en medio del conflicto se trata, hay que darle ya mismo a la fuerza pública la orden de actuar y las condiciones para hacerlo. No más desconfianza, no más aquella actitud de ver a los militares con sospecha y recelo. Sin un avance concreto de nuestras fuerzas armadas, negociar en medio del fuego significará que, a cada paso, el ELN seguirá arrinconando más y más al gobierno.
Y que sea esta la ocasión para volver a reflexionar sobre la agenda acordada en México, la cual, palabras más palabras menos, implica instalar una especie de constituyente, congreso y gobierno paralelos con el ELN, supuestamente para reformar el modelo económico y social del país, y en la cual se sentará ese grupo aún teniendo las armas y seguramente usándolas. .