Este podría ser un editorial con un listado categorizado y jerarquizado sobre los retos que el presidente que hoy se posesiona debe asumir ante el país, y resolver. EL COLOMBIANO ha hecho un ejercicio periodístico serio, desde el pasado 27 de julio, evaluando temáticamente la gestión del presidente saliente Juan Manuel Santos, así como las tareas pendientes y urgentes que el presidente electo, Iván Duque Márquez, deberá asumir durante el cuatrienio –sin posibilidad de reelección– del 2018 al 2022. Sin embargo, existe una reflexión superior y se refiere al corazón y la actitud que debe tener el líder de la Nación.
La sociedad siempre está en movimiento, requiere un líder honesto, coherente y comprometido que ponga siempre primero al país, que signifique esperanza y fuerza para la población, que convenza en la ejecución de un plan de acción ambicioso y certero cuya mirada está en el norte de esa brújula inequívoca que se impone cuando el corazón está en el lugar correcto. El país enfrenta grandes retos. Es por eso que su visión debe ser transmitida con emoción y transparencia pero, ante todo, con argumentos; de otra manera la comunidad no podrá sostenerse firme y asumir los precios que debe aceptar y con los cuales debe comprometerse para acompañarlo a llevar a Colombia al próximo nivel.
El presidente Duque asumirá el mando de un país polarizado, donde los líderes políticos se perdieron el respeto y han contagiado algunas partes de la sociedad, sin importar los niveles de educación y oportunidades, de una miopía egoísta y agresiva que impide ver al otro, unirse en lo fundamental y respetarse en las diferencias. Iván Duque mostró su temple en campaña cuando representaba a sus seguidores con respeto. Ahora lo debe hacer incluyendo a todo el país, porque a partir de hoy representa tanto a quienes le votaron, como a quienes se le opusieron, a quienes no sedujo y optaron por el voto en blanco o la abstención. De no lograr este objetivo se arriesga a quedar envuelto en una tormenta perfecta, resultado de un fuego cruzado que podría paralizar sus posibilidades creativas y su gestión.
El nuevo mandatario debe ser un faro brillante e intachable para que a través de él la sociedad recupere su confianza en las instituciones, de tal manera que las abrace y defienda el orden democrático. Un jefe de Estado cuyo impecable comportamiento ético sirva de acicate a los ciudadanos honorables que sienten profunda desilusión cuando desde la cúpula del Estado se contemporiza con la venalidad o, peor, se incurre en ella. El presidente asume un gran poder, pero precisamente por ello debe neutralizar sin falta el ego del mando y dejar de lado a los serviles hipócritas que lo rondan. Siempre debe ser y actuar desde la verdad, y temer no los errores bien intencionados, pero sí las acciones en función de beneficios personales o abusivos favores a terceros, porque estas desviaciones de poder y sus consecuencias nunca abandonan la conciencia íntima.
Colombia necesita que este proyecto de cuatro años sea exitoso. Las deudas de equidad y de presencia del Estado son innegables y es indispensable resolverlas. Los retos sociales exigen grandes compromisos de toda la comunidad, la crisis ambiental exige nuevos comportamientos, las oportunidades de desarrollo internas y el potencial de la Nación en el exterior no se pueden desperdiciar retrasando el desarrollo, la competitividad y la innovación.
Las instituciones requieren retomar el camino, recuperar su rol, credibilidad y respeto. En fin, estos cuatro años que hoy comienzan son responsabilidad de todos, pero el presidente Iván Duque Márquez ha ofrecido ser el líder de esta transformación. Colombia le ha dicho “sí”, ahora es el momento de mostrarle al país de qué está hecho y guiarlo con valentía, altura de miras, coherencia y rectitud a su próximo destino.