Se celebra hoy el Día Internacional de los Derechos Humanos, y tal fecha para nuestro país, aparte de los foros y actos que se organizan por parte de diversas entidades, debería servir para hacer una profunda reflexión ciudadana sobre lo que tales derechos significan, así como sobre la modalidad de los discursos que sobre ellos se usa para buscar efectos políticos.
La celebración se adoptó por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1950, dos años después de la suscripción, el 10 de diciembre de 1948, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La lucha por ellos no nació a partir de ese día, pero fue desde esa fecha, recién el mundo se reponía de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados asumieron obligaciones específicas para su promoción, protección y vigencia.
En nuestro país la lucha no ha sido para nada fácil. En nuestra historia hubo momentos en que se creía que la violencia era inevitable y había que desafiar, por tanto, pautas de comportamiento fundadas en la convicción de que no todos los habitantes de este territorio éramos iguales ante la ley.
Promover los derechos humanos en nuestro suelo ha costado vidas de defensores que, esgrimiendo principios de humanidad, de buena fe y de la dignidad inherente a todo ser humano, se toparon con la sinrazón de la violencia para acallar las voces que traían los principios luminosos de la Ilustración, obteniendo como respuesta el pobre argumento de las balas.
Muchos méritos han demostrado los que, dotados de fuertes convicciones humanistas, han defendido a capa y espada una concepción universal e igualitaria de los derechos humanos, sin caer en los vicios del sectarismo y las exclusiones ideológicas.
Porque también hay que decir que no siempre el discurso de los derechos humanos ha servido para lograr una cohesión social que asuma como válido e indiscutible el firme sustento filosófico, jurídico, antropológico y sociológico que sostiene la armazón conceptual de esos derechos.
Y eso lamentablemente se debe al uso politiquero, ideologizado o parcializado que algunos sectores, muy influyentes y con fuerte apoyo planetario, han hecho de los derechos humanos. Como lo dijo desde hace más de diez años el intelectual y escritor canadiense Michael Ignatieff, buena parte del discurso de los derechos humanos se volvió una herramienta ideológica de la que se apropiaron determinados extremos con intereses muy definidos, de modo que empezó a hacerse política con los derechos humanos, y no política para los derechos humanos.
En Colombia tal realidad es inocultable. Y el daño que eso ha hecho es enorme. Más ahora, en pleno proceso de paz y con los retos del postconflicto, cuando el país se enfrenta a tener que guardar coherencia con lo que ha sido el discurso gubernamental y no gubernamental de los últimos años sobre si esos derechos son para todos o no, si son inmanentes, irrenunciables, imprescriptibles, o si se pueden aplazar u olvidar transitoriamente para satisfacer exigencias de impunidad de quienes han sido sus mayores violadores.
Si hay derechos humanos, no puede haber víctimas de tercera clase. Si hay derechos humanos, no puede haber impunidad, ni perdón ni olvido frente a crímenes atroces. Si hay derechos humanos, la dignidad de todas las víctimas no puede ser objeto de transacciones, así estas se oculten con eufemismos.