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Derecho a la protesta y activismo judicial

Aunque dice que el Congreso debe regular la materia mediante ley estatutaria, una sala de la Corte Suprema ejerce activismo judicial y fija límites al Gobierno.

24 de septiembre de 2020
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Infográfico
Derecho a la protesta y activismo judicial

La Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia resolvió, en segunda instancia, una acción de tutela presentada por un grupo de personas que dijo sentirse amenazado por las actuaciones policiales en el curso de las manifestaciones y marchas de protesta, derivadas del paro nacional de noviembre y diciembre del año pasado.

En primera instancia, la acción de tutela fue negada por la Sala Civil del Tribunal Superior de Bogotá, al considerar, entre otras cosas, falta de respaldo probatorio ante los hechos que aducían quienes presentaron la tutela, y porque consideró que lo solicitado podía tramitarse a través de otras acciones diferentes a la tutela.

La Sala Civil de la Corte Suprema revocó esa decisión y, en su lugar, emitió esta providencia en la cual comparte casi que en su integridad los planteamientos hechos por los accionantes, y asume una posición en la que, en ejercicio de lo que los doctrinantes del derecho llaman “activismo judicial”, se vale de una decisión de tutela para ordenar a múltiples entidades, comenzando por el Gobierno y pasando por la Policía, el Congreso, la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo, toda una política pública en materia de limitación del ejercicio de la fuerza en las manifestaciones y marchas de protesta. El catálogo de instrucciones es propio de una ley del Congreso.

Hay que decir, eso sí, que la Sala Civil de la Corte es clara al decir que lo que protege al conceder el amparo de tutela es la protección al ejercicio del derecho a “la protesta pacífica y no destructiva”: la cuestión, dice, “se relaciona esencialmente con los derechos fundamentales a la libertad de expresión y al de protesta pacífica y no violenta”, por cuanto la Corte “señala explícitamente que la protesta intolerante y violenta, no pacífica, no está protegida por la Constitución Nacional”.

La sentencia es tajante en la descalificación a las actuaciones gubernamentales, policiales y, en particular, carga con dureza contra el Esmad. Asevera que hay “evidencia de una problemática nacional de intervención sistemática, violenta, arbitraria y desproporcionada de la fuerza pública en las manifestaciones ciudadanas”, y que “hay falencias e incapacidad en las instituciones encargadas de mantener el orden público interno, para usar, de forma racional y moderada, las armas de la República”. A lo que agrega que “el Esmad no es capaz de garantizar el orden sin violar las libertades y los derechos de los ciudadanos a disentir”. Tal afirmación, generalizante, militante, de quedar ratificada en instancias judiciales superiores, acarreará para las fuerzas de seguridad del Estado una condena casi que automática por cualquier demanda posterior de responsabilidad.

La Corte ordena al Gobierno implementar un protocolo de acciones preventivas, concomitantes y posteriores, y se permite de una vez ponerle nombre: “Estatuto de reacción, uso y verificación de la fuerza legítima del Estado, y protección del derecho a la protesta pacífica ciudadana”. El cual debe partir de un principio: el uso de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad estatales deberá estar definido por la excepcionalidad, y debe ser planeado y limitado proporcionalmente por las autoridades.

Es paradójico que cada que un funcionario gubernamental o líder político habla de la necesidad de regular y definir los alcances del derecho a la protesta, se le arme un matoneo político que frustra cualquier iniciativa legislativa. Pues bien, la Corte dice aquí que el Congreso debe definir todos estos aspectos mediante ley estatutaria, que es la pertinente para desarrollar y reglamentar derechos fundamentales.

Mientras el Congreso no lo haga, las altas cortes, como lo hace ahora la Suprema y lo ha hecho tantas veces la Constitucional, seguirán arrogándose esa facultad de “legislar” y de expedir mandatos generales, que, como dice el durísimo salvamento de voto del magistrado Álvaro Fernando García, lleva a que “se pretenda obligar al legislador a actuar de una determinada manera y a los administradores públicos a un hacer concreto. Se quiere imponer una forma de legislar, y un estilo de administrar y gobernar”

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