La Fiscalía confirmó ayer que su coordinador delegado ante la Corte Suprema de Justicia, Gabriel Ramón Jaimes Durán, a quien le fue encomendado el expediente de la investigación contra el expresidente Álvaro Uribe por presunto soborno y fraude procesal, pidió a un juez convocar audiencia en la que el ente acusador propondrá precluir ese proceso, es decir, archivarlo y cerrar el proceso penal.
El plazo que tenía la Fiscalía para definir la situación jurídica de este proceso vencía ayer. Temprano, se comunicó que “el fiscal del caso estableció que varias de las conductas por las cuales se vinculó jurídicamente al excongresista no tienen la característica de delito, y otras que sí lo son, no se le pueden atribuir como autor o partícipe”.
No acaba aquí esta investigación. La Rama Judicial deberá designar por reparto un juez que convoque la audiencia, la realice, dirija las intervenciones de la Fiscalía –ocasión en la cual esta entidad deberá sustentar por qué pide precluir la investigación– los defensores del expresidente, la Procuraduría y quienes han sido aceptadas como eventuales víctimas en el proceso. Estas últimas agotarán toda su artillería jurídica, política y mediática para insistir en que el proceso contra Uribe siga su curso.
No es gratuito que en su comunicado de ayer, la Fiscalía haya exhortado a la ciudadanía “a seguir la audiencia de preclusión en la fecha que disponga la Judicatura y conocer con detalle los argumentos de la decisión, para formar un criterio propio sobre un caso que debe resolverse en sede judicial, alejado de opiniones, disputas personales e intereses políticos”.
Este proceso, así como todos los demás que tienen como protagonista al expresidente Uribe, desata viscerales reacciones, y la politización ha sido inevitable, tanto por parte de sus contrincantes como de sus partidarios. La justicia ha quedado en medio, muchas veces zarandeada por acusaciones de parcialidad, sesgos ideológicos, carente de garantías, etc.
A la par que en los estrados, la pugna se ha llevado a la arena política y, sobre todo, al campo de la opinión pública, donde se desvela un grupo que de manera incoherente tiene un afán punitivo frente a quien nunca han podido batir en las urnas, opuesta a la laxitud absoluta –incluso de identificación ideológica y axiológica– con los confesos autores de los más aterradores crímenes contra la sociedad colombiana.
Hay, sin embargo, una franja cada vez mayor de ciudadanos que, sin los sesgos ideológicos o doctrinarios de unos, ni el proselitismo y la militancia de los otros, quieren confiar en que el sistema judicial pueda llegar a la verdad de los hechos, con las consecuencias que, en aplicación del principio de igualdad ante la ley, tenga la determinación de eventuales responsabilidades o la liberación de sospechas por la certeza de que no se cometieron los delitos que han sido investigados.
Al afán de presionar para que un ciudadano sea condenado a como dé lugar, así quien exija esa condena no conozca el expediente, se contrapone una visión más desapasionada, ajustada a un sentido de justicia imparcial cuya base para decidir sean los hechos, las pruebas y la ley, no los odios ni las adhesiones.
Con cuánta ligereza e irresponsabilidad se acusó ayer al fiscal Jaimes Durán, sin ni siquiera saber qué va a exponer en la audiencia solicitada, cuya importancia es esencial para saber si en el proceso ante la Corte Suprema se desecharon pruebas exculpatorias fundamentales que la defensa del expresidente había pedido reiteradamente. Más temprano que tarde se sabrá dónde radica la razón entre quienes denuncian “falta de garantías”