El cielo está ahí para todos, pero sólo unos cuantos alzan la cabeza para verlo. Eso, que puede parecer una obviedad, es lo que distingue a los artistas de los demás. Los artistas verdaderos tienen una mirada particular sobre el mundo, que logran transmitir al público a través de su arte. Después de ver Jericó: el infinito vuelo de los días, no queda ninguna duda de que Catalina Mesa, su directora, es una artista. Porque a diferencia de otros documentales que se destacan por la realidad única que retratan (piensen en los que son testimonio de un conflicto, como Winter on fire) o por el material de archivo al que consiguen darle nuevo sentido (como Senna, la película sobre el automovilista brasilero), en Jericó ninguno de sus espectadores verá algo extraordinario. Sólo la misma realidad que conocemos, especialmente en Antioquia, desde que somos niños: las calles pintorescas de un pueblo, los comercios con sus mercancías ordenadas con pulcritud, el paso seguro de sus mujeres.
Sin embargo, vemos en Jericó todo eso como si nos lo mostraran por primera vez, porque hay una mirada personal (que es en últimas lo que uno espera de un director de cine), asombrada y asombrosa, que nos obliga a que observemos con atención, usando unos planos cuidadosamente pensados desde lo estético (cosa inusual entre muchos documentalistas). Vemos por primera vez, porque la curiosidad de la cámara de Catalina le dedica el tiempo necesario a los detalles que construyen las vidas de las mujeres retratadas en su película: ahí están los santos empolvados de una, que ha aprendido a conversar y a pelear con ellos, las ollas brillantes de la otra, que nos contará sus desventuras amorosas como quien desgrana una mazorca, las fotos de viajes que narran esta vida mientras su protagonista se prepara para la otra. Vemos por primera vez, porque todo está presentado con un ritmo que jamás decae (uno de las debilidades fundamentales de nuestros directores de no ficción) y sin escatimar ningún recurso para “enamorar” al espectador: movimientos sutiles que dan vida a los planos de ubicación, testimonios que parecen filmados a escondidas por lo naturales que suenan, una banda sonora que combina temas de música popular con composiciones instrumentales interpretadas por músicos extraordinarios, como Teresita Gómez, que aumentan la potencia emocional del relato.
Lo malo de este memorial de elogios es que puede causar que ustedes crean que les hablo de una película tan elevada en el plano artístico que les dé susto verla. No me hagan caso. Si algo funciona bien en Jericó es la conexión con el sentimiento común, con la memoria colectiva. Todos conocemos, probablemente en nuestra familia, a mujeres como Chila y como las otras protagonistas, que esperan a un hijo desaparecido, a un amor que no fue, a la muerte, mientras llenan con su alegría el alma de quienes las rodean. Que son amplias y hermosas, como el cielo, aunque no todos tengan los ojos de Catalina Mesa para darse cuenta.