En pocos meses empezará a comercializarse el Play Station 5. El nivel de detalle que han logrado los desarrolladores es extraordinario, realmente alcanzan una simulación muy nítida de la realidad, incluso ya parece inapropiado considerar a los escenarios y personajes de los videojuegos una imitación de la realidad. Es más indicado verlos como una expansión y a veces, también, como una realidad independiente. Hace poco jugué la versión de Spiderman desarrollada para la PS4. Es una recreación exhaustiva de Manhattan y se puede controlar al superhéroe para balancearse entre los rascacielos, trepar a las alturas del Empire State, disparar telarañas entre los árboles de Central Park y deslumbrarse con los neones de la Quinta Avenida. En este juego no solo derroté a villanos y delincuentes sino que hice turismo por la Gran Manzana. Todavía me parece inconcebible la velocidad con la que se ha desarrollado esta industria y me cuesta creer que he sido testigo directo de esta evolución.
Sin embargo, la serie documental de Netflix, High Score, me permitió mirar en retrospectiva el papel que han tenido los videojuegos desde la infancia en la construcción de mis intereses. Es una producción meticulosa que cuenta el origen de los videojuegos y el surgimiento de las primeras consolas. Los artistas y desarrolladores detrás de personajes como Mario o Sonic cuentan el proceso del que surgieron sus ideas millonarias. Se muestran concatenadamente las mutaciones de la industria: cómo estableció su imperio una compañía como Nintendo, las estrategias que empleó Sega para destronarla, y las decisiones atrevidas de algún desarrollador para lograr que juegos como Street Fighter II o Mortal Kombat definieran un nuevo periodo de esplendor para los gamers.
Ver esta serie fue una regresión intensa. Recordé la Navidad en la que destapé mi Atari 2600, no había nada más avanzado en los inicios de los años ochenta. Aunque pocos meses después de recibir ese regalo apareció el Family y el Nintendo, y no pasaba mucho tiempo para que una consola nueva hiciera su debut con gráficos cada vez más avanzados. La economía familiar no soportaba tantos cambios y actualizaciones, por suerte había amigos. Las consolas generaban una camaradería excepcional. Alguien conseguía un juego prestado para una consola que un primo le había dejado por unos días y el control inutilizado en la casa de alguien más volvía a ponerse al servicio de los juegos en grupo. Entre todos reuníamos dinero para alquilar juegos y yo asumía la misión de ir solo -tenía 10 años, esto era una hazaña que mis padres debieron castigar severamente- hasta el otro lado de la ciudad para recoger ese título que habíamos esperado con ansiedad. También acudíamos a los negocios de “maquinitas” en Unicentro o Monterrey. Nos inventamos una trampa para jugar sin límite en las máquinas que más nos gustaban: perforábamos una moneda y le atábamos un hilo, al introducirla en la máquina era imposible volverla a sacar pero si tirábamos del hilo suficientes veces podíamos tener créditos ilimitados y jugar toda una tarde sin gastar demasiado dinero. Todo parece tan reciente pero la verdad es que son casi cuatro décadas en las que los videojuegos han dado un salto demencial y vertiginoso gracias a los ejércitos de personas que hay detrás.
¿Alguna vez han leído los créditos de un videojuego cuando lo terminan? Son tres o cuatro veces más largos que los de una película. En ocasiones me gusta leer los cargos de la gente que trabaja en ellos. Hay ilustradores, directores de arte, animadores, ingenieros, asesores científicos, sonidistas y bueno, no habría espacio para mencionarlos a todos, pero me parece admirable, eso sí, la cantidad de roles que existen para los escritores: una buena narración es la base fundamental de cualquier juego. Esta miniserie es un documento esencial para entender un fenómeno que hoy busca cruzar fronteras que ni mis amigos ni yo hubiéramos imaginado hace ya 30 años. Me pregunto dónde estarán y si es momento de planear un encuentro para restablecer los lazos que nos unían cuando jugábamos juntos.