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En todos los países del mundo hay anécdotas poderosas de su historia que merecerían ser contadas en películas con altos valores de producción, cuidado en los detalles, vestuario de época y paisajes memorables. Pero no en todos los países cuentan con un actor como Mads Mikkelsen para protagonizarlas y eso permite que llegue a nuestras salas una cinta como “El bastardo”, de Nikolaj Arcel, que narra la épica historia de un exmilitar danés caído en desgracia, cuyas hazañas en batalla no fueron recompensadas con justicia por ser, como lo dice el título, el hijo no reconocido de un noble.
Mikkelsen es Ludvig Kahlen, un hombre con un alto sentido del deber, el honor y la justicia, que está reclamándole a la corona danesa a mediados del siglo XVIII lo que él cree que se ha ganado. El concejo del rey, retratado como casi todos los personajes de clase alta en esta película con los rasgos crueles y casi grotescamente cómicos de los villanos de cómic, le permite cultivar en el páramo de Jutlandia, sin que Kahlen sepa que la supuesta bendición implicará la animadversión de un noble regional, Frederik De Schinkel, retratado sin sutileza y en un tono tan exagerado por Simon Bennebjerg, que siendo el contrapeso narrativo de Kahlen, es uno de los puntos débiles de la película.
Nikolaj Arcel, uno de los directores y guionistas más prolíficos de Dinamarca, recupera aquí el pulso para la narración histórica, que ya había demostrado hace una década con “La reina infiel”, y construye para Mikkelsen, junto con Anders Thomas Jensen, el otro guionista, un vehículo para su lucimiento. Lo veremos hacer de todo para levantar su tierra prometida: entablar partidas dialécticas con Schinkel, dar discursos inspiradores, producirnos risa cuando tiene que “disfrazarse” para asistir a una fiesta como invitado y hasta en secuencias de acción y de tortura. Nada le queda grande ni mal a uno de los mejores actores del planeta, ni siquiera los pocos momentos románticos que vivirá, tanto con una noble más inteligente que los demás, que lo deslumbra con su agudeza, como con otra mujer con la que establece una relación brusca e inesperada, que se convertirá en el motor de muchos conflictos de una trama que resuena todavía hoy, en tiempos de inequidades y de tierras mal repartidas.
Por eso es obligatorio mencionar el trabajo de Amanda Collin en la piel de Ann Barbara, que logra dotarla de una complejidad notable: los diferentes matices del remordimiento que le causa su relación con Ludvig llenan las escenas en que está presente, y le permiten a la película trascender a la simple historia de venganza que podría haber sido. Gracias a su mirada y su experiencia, podemos entender, más allá del heroísmo del personaje de Mikkelsen, cuán difícil era aquella época para los que habían nacido sin oportunidades, y cuánto peor era si habías nacido mujer. Arcel cede al final y nos otorga un poquito de esperanza para un relato que, sin ella, habría terminado siendo tan gris como el cielo de Dinamarca en invierno.