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Sol para días oscuros LA LA LAND DE DAMIEN CHAZELLE

27 de diciembre de 2016
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¿Está triste por el año terrible que acaba de pasar? Cante. Cante a todo pulmón la canción que más le guste en esta vida. ¿Lo acongoja pensar en el futuro? Baile hasta que amanezca. Porque cantar y bailar -el que lo haya hecho lo sabe- son acciones conectadas con los sentimientos genuinos, con la pura emoción. Ya sea porque es un visionario o simplemente por suerte, Damien Chazelle ha dirigido la película que necesitábamos ver antes de que terminara 2016. Un musical (y que nadie se asuste con la palabra) para los que todavía guardamos algo de romanticismo y esperanza en el alma, para recordarnos que el cine puede seguir siendo hoy la misma ventana de escape a los problemas, que representaron los musicales clásicos estadounidenses en los cuarenta.

Sin embargo, no es La La Land una película que se agote en los homenajes y las referencias al pasado, a pesar de estar llena de guiños cinéfilos (miren los afiches en las paredes, los letreros de las tiendas, los homenajes explícitos) pues su mayor cualidad es, precisamente, hacer relevante para nuestros tiempos de celulares omnipotentes y canciones pegajosas y tontas, ese formato en desuso, el musical, cumpliendo todas sus reglas: coreografías multitudinarias que quitan el aliento, una historia de amor que nos enamora, números de baile mágicos, pero agregándole realidad, algo de la imperfección desordenada de la vida de todos los días.

Lo logra Chazelle, tocando un tema eterno: qué renuncias tendremos que hacer para alcanzar lo que deseamos, casi como el reverso luminoso de su éxito anterior, la intensa y oscura Whiplash, que ya recorría esos caminos. Y lo consigue también gracias a sus dos espléndidos protagonistas, Emma Stone, que realiza una de sus mejores actuaciones, grácil y engañosamente ligera, como Mia, la aspirante a actriz a la que irrespetan en las audiciones y que se pregunta si a lo mejor se equivocó en salir de su pequeño pueblo, y Ryan Gosling, el músico nostálgico que quiere montar su club de jazz soñado, que baila, canta y mira con amor a Mia, con una química que muy pocas parejas del cine actual poseen. Además de los diálogos encantadores (decir que si a ella no le gusta el jazz no tienen nada qué hacer juntos, por ejemplo), las canciones también “hablan” y completan el sentido de las acciones de los personajes, lo que hace que la película se sienta vital y redonda.

Para cantar y bailar como se debe, se necesita buena música. Justin Hurwitz engrandece esta magnífica película con una partitura rebosante de melodías que dan ganas de silbar y tararear, que hacen que provoque pararse de la silla y pedirle a quien esté al lado que se arriesgue con nosotros a un par de pasos, a una vuelta. Damien Chazelle demuestra con la hermosísima La La Land que la gracia de los mejores musicales no era que contaran cosas de la vida con música, sino que la música que escuchábamos y veíamos, nos diera ganas de vivir. Incluso si esta vida no es exactamente lo que imaginábamos que sería.

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