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Plegarias no atendidas Silencio de Martín Scorsese

21 de marzo de 2017
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Martin Scorsese jamás ha perdido la fe en el cine. Sigue creyendo, a pesar de lo difícil que es hoy hacer películas que no se plieguen a los intereses más comerciales, que el cine es el vehículo más apropiado, no sólo para contar historias, sino también para hacer reflexiones valiosas, trascendentes, que nos ayuden a entender un poco mejor nuestro paso por este mundo. La prueba es Silence, su última película, la adaptación de la novela de 1966 de Shusaku Endo, que narra la búsqueda que dos curas jesuitas portugueses hacen en el Japón del siglo XVII, de su maestro, el padre Ferreira, de quien sólo tienen informaciones aisladas sobre su renuncia al catolicismo, impulsada tal vez por la feroz persecución estatal que sufrieron los practicantes de esta religión a partir del edicto de expulsión (este sí real) promulgado en 1614 por el gobierno japonés.

Como muchos de los personajes principales del cine de Scorsese, el padre Sebastiao Rodrigues, que encarna Andrew Garfield sin deslumbrar, pero tampoco sin desentonar, vivirá su propio calvario, con reminiscencias bíblicas más que notorias (como en esa escena en la que es apedreado mientras entra a un pueblo a lomos de un burro, por ejemplo), pues tendrá que enfrentar todo tipo de vicisitudes junto al padre Francisco (un magnífico Adam Driver) mientras ejerce su sacerdocio entre comunidades que arriesgan su vida al celebrar los sacramentos cristianos. Sin embargo, no son en realidad las torturas bellamente fotografiadas por Rodrigo Prieto, ni la trashumancia de los sacerdotes por paisajes sobrecogedores, musicalizada con simpleza y precisión por Kathryn Kluge y Kim Allen Kluge, lo más valioso de esta película. Son las voces que se superponen entre sí para contarnos lo que van pensando a cada paso sus protagonistas. A través de sus palabras la narración adquiere su verdadero significado, pues en ellas están dispuestas las dudas, los aprendizajes y otros momentos importantes, como la fortaleza pasajera que vive Rodrigues al comprobar que su labor es útil en esos pueblos, donde el consuelo de la promesa de un paraíso después de la muerte es tan importante como el alimento.

¿Para qué se supone que sirve la religión? Ya que la principal enseñanza del catolicismo es el amor al prójimo, por qué no abandonarlo, si con esa renuncia, que supone un crimen de fe, se salva a los feligreses bajo su guía. ¿Y por qué Dios no manda una señal para aclarar su posición? ¿Por qué se queda en silencio frente al sufrimiento de su pueblo o frente a los angustiosos ruegos de sus pastores? Todas estas dudas, que son las de cualquiera que profese una fe, las veremos plasmadas con detalle (a veces reiteradas en demasía) a través de unas imágenes poderosas, hechas con la misma intención con la que los artistas recreaban el Viacrucis: para que la conmoción que nos causaban fuera a su vez la razón de ese sufrimiento. Para que comprendiéramos que las únicas palabras que obtendremos de los dioses serán las que nosotros pronunciemos.

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