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Otelo, de Viaje inmóvil de Chile

11 de septiembre de 2015
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Feliz puesta en escena de un clásico. Versión revisada y puesta al día. Si nuestro recientemente desaparecido Farley Velásquez reinterpretó no ha mucho un Hamlet, en tiempos del ruido, este Otelo, pone el énfasis en lo que la tragedia, escrita en 1604, ha ocultado, el femicidio o el feminicidio: esto es, un crimen basado en el género, en que el crimen se perpetra sobre una mujer por el hecho de serlo. Siempre se pensó en el “moro” de Venecia, como un producto de los celos, que ello era lo que llevaba a sospechar de su mujer y que el desencadenante de la tragedia era un pañuelo, hallado en poder de Cassio, el supuesto amante de Desdémona, mujer de Otelo, como prueba irrefutable de su infidelidad, soslayándose de paso todo el ardid generado por Yago, en venganza por no haber sido ascendido en su cargo. El celoso, en verdad, es Yago, quien iracundo ante el progreso de Cassio, fragua el complot. Insidia e insania como impronta de los villanos de Shakespeare. Fiel retrato del carácter humano, demasiado humano, que bien conocía el bardo: Ambición y traición en el camino del poder.

Pero lo que sorprende de esta impecable puesta en escena no es solo esa especie de ajuste de cuentas con la historia sino su tratamiento, la forma en que es narrada cercana al culebrón latinoamericano: Otelo en clave de telenovela. Y sobre esa idea se abre el drama. Una pareja sentada en su cama –único elemento real de escenografía-, frente a un hipotético televisor –objeto teatralizado mediante luz azul intermitente- asiste con horror al presagio de un desenlace fatídico. La narración, mediada por el micrófono y el tono neutro de las voces masculina y femenina, ponen al público expectante de lo que se anuncia. La teatralidad de las voces, su artificio, refuerzan lo dramático. Son solo dos actores en escena para dar vida a cuatro personajes centrales. Entonces surge la mágica solución del espectáculo. El uso del muñeco. Emplazados en los cuatro puntos cardinales del espacio escénico hay cuatro maniquíes, debidamente ataviados con su traje de época. Los actores se aprestan a manipularlos, darles vida a estos personajes, se sirven de ellos para multiplicar sus roles, desdoblarse en sus acciones, y también en sus voces, ya no los narradores de la tele ni los actores/fabuladores del drama, sino en las efímeras representaciones, sus personajes creados a la vista. Código que el público acoge con gratitud. Teatralidad pura del relato.

La cama, como un retablillo de la commedia dell’arte, donde se imbrican en perfecta armonía Actor/muñeco/personaje, con sus correspondientes distanciamientos, un todo escénico. La sutil manipulación del guiñol en su máxima expresión. Economía de acciones y movimiento, un mínimo de elementos, los imprescindibles. Escenografía mínima, pero dinamizada por el recurso teatral bien utilizado y llevado al extremo del paroxismo delirante de un público frenético.

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