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Las razones del cine Una razón para vivir, de Andy Serkis

11 de noviembre de 2017
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Hay muchas razones válidas para hacer una película: ambición, sueños, ganas de provocar... Una de ellas, por supuesto, puede ser la admiración que se tenga por nuestros padres. El problema radica en que esas motivaciones no debería notarlas el público, porque cuando eso ocurre implica que la historia se ha puesto al servicio de esa razón, lo que siempre irá en detrimento de su poder narrativo y credibilidad. Por eso cuando uno descubre que el productor de “Una razón para vivir”, Jonathan Cavendish, es el hijo en la vida real de la pareja protagonista, se hacen perfectamente lógicas las debilidades de este melodrama, bello en su forma, pero demasiado naíf a la hora de presentar sus conflictos.

Por supuesto que John Cavendish debe tener muy claro y palpable el amor de sus padres, Robin y Diana, pues convivió con él hasta su final, pero los espectadores no, y cuando estos dos jóvenes rozagantes se conocen y se comprometen, nunca terminamos de entender qué tanto tenían en común y qué lazos llegaron a crear para que su relación permaneciera en el tiempo a pesar de las desgracias que habrían de afrontar. Generalmente es positivo que una película resuma los momentos previos al instante vital en el que quiere concentrarse, pero en este caso, la agilidad en la presentación de la historia de amor va en detrimento de su fuerza. La misma sensación de que nos presentan un rompecabezas incompleto la tendremos después, cuando la pareja convive con la enfermedad de Robin y aparte de algunas frases puntuales, pareciera que el padecimiento nunca los afectó negativamente, ni en la intimidad ni en lo económico, ni en la relación con sus amigos. Puede que así haya sucedido, hay que otorgar el beneficio de la duda, pero entonces, ¿vale la pena contar una historia real en la que los obstáculos se superaron fácilmente? Porque eso de “relato inspirador”, la frase amada por tantos publicistas sin ingenio, solo tiene sentido si en verdad percibimos que el personaje frente a nosotros nos enseña a superar un problema. En el cine, al contrario de lo que ocurre con el refrán, si nada nos cuesta, no hay cómo hacer fiesta.

Andy Serkis, quien debuta en la dirección con esta película, parece también indeciso a la hora de escoger cómo tiene que narrar. Amaga en algunas ocasiones con mostrarnos la visión de los ojos de Robin quien, tendido en una cama, ve su mundo constreñido a lo que alcanza a abarcar su mirada, sin poder mover el cuello. Pero después, casi arrepentido de esas tomas poco convencionales, escoge narrar ciertos momentos con escasa imaginación visual y aún menos valentía. Claire Foy y Andrew Garfield logran actuaciones emocionantes (tal vez demasiado sonriente la de él), pero tienen en contra que el maquillaje usado para envejecerlos no es convincente y terminamos pensando en ellos como en jóvenes disfrazados.

Hay muchas razones válidas para hacer una película, pero lo realmente importante es que la película brinde muchas razones para querer verla. No es el caso.

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