Corría el año de 1990 cuando José Manuel Freidel se entrometió en los vericuetos de la memoria de esta emblemática Manuela Sáenz de Thorne, en una magnífica puesta en escena. La ubica en sus últimas tardes en el desierto de Paita, Perú, donde ha encontrado refugio a un exilio injusto. Paita como utopía del corazón para desandar la honda andadura de recuerdos marchitos. Cuasi paralítica es invitada a lanzarse al mar por su hombre guerrero: “Lánzate mi adorada loca, es solo un paso, no te detengas”, le susurra el libertador de las Américas, de la cual ella es su heroína. Un Bolívar desnudo danza impetuoso en oleajes su penúltima batahola con la memoria. El intérprete de aquel montaje dirige la pieza teatral que cierra el ciclo creativo del inmolado dramaturgo.
Manuela es tratada como un tríptico, se desdoble desde su ancianidad en Manuela guerrera, Manuela amante y Manuela vieja, es tres veces ella, como la historia que cuentan los vencidos desde la dignidad de su derrota. Bolívar es expulsado y huye hacia su exilio interior, avanza por el río grande de La Magdalena hasta recalar en Santa Marta, allí exhala su último aliento en San Pedro Alejandrino, muere en el océano Atlántico para vivir ahora en los recuerdos de su Manuela, en el Pacífico, océanos insondables que se unen merced a las “agujas mágicas del teatro”.
Un lugar inhóspito, desértico, le permite la acechanza de desdichas sinfín: “¿Para eso amé y luché con un libertador, para ver el mismo desfile de seres harapientos?”, se cuestiona por momentos, para dar rienda suelta a su carcajada brutal. El destino es una burla y ella a su vez tendrá que reírse de sus destinos cruzados. El autor se vale del recurso del tiempo circular para brindarle a la obra un presente continuum.
La patria saltando por la ventana. Así salta Bolívar en aquella funesta noche “septembrina” para escapar al atentado. Una escena de escalofrío es condensada en cortos diálogos, por esticomitias como en la tragedia griega y como en la tragedia las tres son coreutas, recurso retórico para acentuar la soledad y el desarraigo de aquel instante. Imagen devastadora.
El montaje privilegia la narración colectiva, tres Manuelas son todo “el coro”. Descorren el velamen oscuro del acontecer del país desangrado, cronistas de su tiempo, voceras de la historia, ¿pasada, presente?, qué más da. Se rompe la “cuarta” pared, aquella simbólica que separa la escena del patio de butacas. Las tres actrices irrumpen desde el público como oferentes de un cántico, para dar inicio a la obra. Se instalan en un espacio “neutro” (lugar de la no acción) y tienden un petate, el que será el lugar sobre el que discurra la acción dramática.
Veteranas de mil batallas teatrales, estas tres actrices saben brindar carácter al personaje en sus diferentes facetas, lugares y situaciones: Berta Nelly Arboleda, Tania Granda y Cristina Roldán, cada una a su manera y con la vasta experiencia acometen la tarea de destejer la trama de la historia. Aupadas por Juan Diego Zuluaga, recrean de este modo los vívidos momentos de “esplendor y ocaso” de Manuela Sáenz. Habrá que decir, en honor a la verdad escénica, que esta puesta del maestro Fernando Zapata Abadía dista mucho de aquel montaje. Para bien de las artes escénicas digamos que este daguerrotipo intemporal de Bolívar y sus amores contrariados con su Manuela, goza de buena salud.
Esta obra estará en temporada este fin de semana en Pequeño Teatro, en sus 40 años, además como homenaje a su fundador Rodrigo Saldarriaga, en su primer aniversario.