Winston (Ramiro Rojo) y John (Andrés Moure) están prisioneros por el régimen del Apartheid, el mismo que por 27 años tuvo confinado a Nelson Mandela en Robben Island. La Isla es el título original de la pieza teatral escrita por Athol Fugard, dramaturgo sudafricano. Un desarraigo profundo sume a los protagonistas del drama. Como si se tratase de aquellos esclavos del sur profundo de E.U., los de Louisiana y New Orleans, comparten en sus tediosos y odiosos momentos de reflexión unos cánticos como negro spirituals -que hacen evocar la tesitura del negro Billy-, una suerte de blues melancólico con el que exorcizan su rabia cotidiana en medio de la faena y la tarea penitenciaria, donde conjugan con el hacer/actuar de los personajes que condensa la acción dramática. Teatro físico en una muy minimalista propuesta estética de alta tensión y carga expresiva.
La dirección de Albeiro Pérez obvia los lugares comunes, el particular patetismo de la crispación del actor, lo trasciende al estado natural, al devenir limpio de acciones físicas, de ahí el fluir del texto. Así mismo, oblitera cualquier asomo de cliché en las relaciones de poder y de denuncia de racismo. Un montaje, si se quiere, políticamente incorrecto, al soslayar los avatares del teatro de protesta, de recibo en la escena nacional del teatro de la creación colectiva y de militancia, pero de indubitable eficacia escénica. La escenografía, conceptual, nada ilustrativa, es apenas el asomo de una prisión en una isla, una atalaya del poder, se complementa con dos botes donde ciernen el detritus de carnaza que, a modo de mar, encierra el escenario. Dos carretillas para el ir y venir en que están inmersos los personajes desde antes del ser actuante, desde el ingreso del espectador a la sala, en una suerte de sucediendo, como un happening o un performance, lo que da la sensación de acción en el tiempo, años y años de esclavitud y de repetidas acciones. El guardia, un preso más (Camilo Saldarriaga), mantiene su actitud impertérrita, autoritaria.
En el tratamiento plástico y de teoría del color se prima lo ocre y rojizo. La luz tiende al claroscuro para realzar el encierro y la acritud de espíritu de los personajes. Y como punta de un incierto iceberg lo metateatral absorbe la escena. Simbolizar la ruptura con el establecimiento al enjuiciar el injusto juicio que condenó al ostracismo por racismo a estos hermanos negros. Simbolizar la protesta representando el juicio a Antígona –hermoso pasaje de la pieza de Sófocles que sintetiza la tragedia griega-, la desobediencia ante la orden absurda del poder (Creonte, alguna vez representado por el propio Mandela en la misma Robben Island), dejar insepulto el cadáver del hermano disidente (Polinices) frente a los honores del que es revestido aquel que defendió la ciudad (Eteocles). Y los actores sirven la escena, se preparan, parodian, ensayan, momento de solaz para espectadores que pronto tornan la risa fácil en expresión contenida. El uso de la máscara le permite el desdoblamiento al actor/personaje, su tránsito hacia el ser representado de la tragedia. Tal es el verosímil que, sin solución de continuidad, se transmuta el espacio real, la isla prisión, al de la ciudad de Tebas y del tiempo “real”, el presente continuo del encierro, al tiempo “ficcional”, aquel donde sucede la tragedia de Antígona, la Grecia antigua. De tal suerte que se transporta al espectador por merced a esta especie de “túnel del tiempo” que es el teatro.